La evidencia internacional indica que la calidad de las finanzas públicas tiene un impacto positivo sobre el crecimiento y la mejora de las condiciones de vida de las personas.
Lamentablemente en nuestro país, la política fiscal ha experimentado un notable deterioro. Desde 2009 se registra un déficit fiscal creciente -supera 7% del PBI incluyendo provincias- en un contexto en el que el gasto primario más que duplicó su tamaño, aumentando de 18 al 40% del producto entre 2004 y 2016.
Simultáneamente, la presión tributaria alcanzó niveles históricos que, sumando nación y provincias, saltó de 22% del producto en 2004 a 32% en 2016. Sin embargo, debido al alto nivel de informalidad, las familias y empresas que cumplen con sus obligaciones enfrentan una presión tributaria mucho más elevada.
No ha existido en todo este tiempo una propuesta integral de reforma tributaria que cuente con el consenso de los distintos actores económicos, sociales y políticos del país. La constante han sido múltiples reformas, parciales y casi siempre motorizadas por recurrentes urgencias fiscales, relegando a segundo plano los impactos que en términos de eficiencia y distribución del ingreso podían generar. De este modo, las deficiencias estructurales históricas del sistema se han acentuado, cristalizando una estructura procíclica y centralizada en un esquema federal carente de correspondencia fiscal.