Publicado en abril del 2021
El regreso a las clases presenciales después de la suspensión de 2020 fue un proceso arduo. Requirió de difíciles acuerdos. Los gobiernos provinciales avanzaron en una planificación inédita, que para docentes, auxiliares, estudiantes y familias implicó la construcción de una escuela distinta.
La decisión de los gobiernos y los enormes esfuerzos de la comunidad educativa descansaban sobre un consenso -al que costó llegar- sobre la importancia de la presencialidad de las escuelas. De ese acuerdo se desprendía que, en un contexto de agudización de la pandemia, las escuelas serían las últimas en cerrar y las primeras en abrir. La decisión de suspender las clases presenciales en el AMBA, mientras distintas actividades comerciales y recreativas siguen funcionando, no responde a ese consenso.
Ayer por la tarde, los ministros y ministras de educación de las 24 jurisdicciones manifestaron, en el ámbito del Consejo Federal, el compromiso de sostener una presencialidad cuidada en las escuelas, aún en situaciones que requieran disminuir su intensidad. Unas horas más tarde, las medidas fueron en otra dirección. Esta falta de sintonía entre los mensajes que se transmiten a los gobiernos provinciales y a los responsables de gestionar las escuelas en cada provincia y las decisiones tomadas desde el Ejecutivo Nacional desgastan la confianza de la comunidad educativa, uno de los pilares sobre los cuales –consideramos desde CIPPEC– debe apoyarse la gestión de la educación en el contexto de la pandemia.
La suspensión de las clases presenciales se tomó, en principio, por dos semanas. No queda claro, sin embargo, cuáles serían las condiciones bajo las cuales estudiantes y docentes del AMBA podrán volver a las aulas. Esto genera incertidumbre en una comunidad educativa que realizó un esfuerzo sin precedentes para poder construir una rutina compleja y asegurar una presencialidad cuidada. Clases reducidas, jornadas escolares más cortas, la bimodalidad, distanciamiento, usos de barbijos, aislamientos preventivos, son todos aspectos con los que directivos, docentes, familias y estudiantes debieron familiarizarse en estos primeros meses de un ciclo lectivo mediado por la pandemia.
Los lineamientos políticos consensuados y el trabajo mancomunado de la comunidad educativa fue lo que hizo de las escuelas, espacios seguros. El Ministerio de Educación nacional informó la semana pasada, a partir de los datos relevados por la plataforma Cuidar Escuelas, que la incidencia de contagios en el sistema educativo es muy baja: entre la población de estudiantes que asisten de manera presencial, se contagió apenas el 0,16%; entre los docentes y no docentes, el 1,03%.
Estos datos, junto a la evidencia internacional disponible, permiten afirmar que en las escuelas no se potencian los casos de COVID. Los riesgos no están en el interior de las escuelas, sino en los movimientos que se generar alrededor de la escuela, fundamentalmente aquellos relacionados con el uso del transporte público. Si se trata de cuidar la presencialidad, la clave está en priorizar a los docentes en relación a un transporte seguro y la vacunación, y restringir otras actividades y los traslados asociados a ellas.
Finalmente, un riesgo asociado a la decisión de suspender las clases presenciales en el AMBA es que genere un efecto contagio y esta medida se extienda a otras jurisdicciones, aún con contextos donde se podría sostener la presencialidad. Volver a un escenario de baja presencialidad a lo largo del país no sería una buena noticia. El año pasado advertimos el impacto que tiene sobre la probabilidad de abandono, los aprendizajes, la salud mental y física el hecho de que los y las estudiantes estén lejos de las escuelas, lejos de sus docentes y de sus compañeros y compañeras. También sabemos que estos efectos se distribuyen de manera desigual y perjudican a los sectores más vulnerables.