La democracia se basa en el principio de la alternancia en el poder: es la incertidumbre institucionalizada, como la definió el politólogo Adam Przeworski. Pero el momento por excelencia de esa alternancia, la transición de gobierno, suele ser pasado por alto. Son varios los países que regulan qué debe ocurrir en ese período de incertidumbre cuando quien ostenta formalmente el poder posee su menor capital político y quien fue respaldado por el voto democrático no tiene el poder formal para tomar decisiones.
Entre las democracias que regulan las transiciones, Estados Unidos es el caso emblemático pero también lo hacen Canadá, Australia y Nueva Zelanda, y Brasil, Chile, México y Ecuador en la región, entre otras. Estas regulaciones delimitan cómo se organiza el proceso de transición, cómo se traspasa y resguarda la información estratégica y cómo se asegura la continuidad de la gestión del Estado. También estas reglas limitan el accionar del gobierno saliente que pueda comprometer al entrante: decisiones presupuestarias y de nombramientos, y generan un espacio coordinado de ambos equipos para atravesar esos días clave.
En la Argentina, nuestro calendario electoral establece que la transición presidencial dure algo más de 40 días (que se acortan a menos de la mitad cuando la presidencia se define en segunda vuelta). Desde 1983 la transición más corta fue de once días en 2003 con la asunción de Néstor Kirchner luego de la renuncia de Carlos Menem a la segunda vuelta. Más importante que la cantidad de días, no hay ninguna norma, sea legislativa o ejecutiva, que estipule las obligaciones del presidente saliente y del entrante. Hubo sí intentos recientes de sancionar una ley, tanto desde el oficialismo como de la oposición, pero fracasaron.
El traspaso gubernamental obliga a los nuevos funcionarios a trabajar con quienes se van. Si esto se da dentro de un mismo partido político o coalición, el proceso puede ser más sencillo aunque la tensión entre los incentivos del recién llegado para construir capital político propio y el gobernante saliente que busca preservar su legado también persiste en las sucesiones de mismo color político. Sin embargo, el panorama se complejiza aún más cuando el traspaso se da entre distintas fuerzas. Desde el retorno de la democracia en 1983 a hoy, en tres ocasiones el cambio de gobierno implicó una alternancia de color político: 1989 (en la que el traspaso no se realizó en los tiempos previstos por el adelantamiento de elecciones), 1999 y 2015 (cuando el ritual de traspaso de mando entre Cristina Kirchner y Mauricio Macri no llegó a concretarse). El 28 de octubre de 2019 empezamos la cuarta.
En el actual contexto de crisis económica, la calidad de la transición democrática tendrá un impacto significativo en la vida de los argentinos y opera en dos dimensiones: una simbólica y otra de gestión. Por un lado, la dimensión simbólica se expresa en los rituales que escenifican el traspaso del poder: el primer encuentro entre el presidente saliente y entrante o la entrega de los atributos de mando luego del juramento del nuevo presidente establecido por la Constitución. Estos ritos son aún más relevantes en tiempos de crisis y luego de un proceso electoral marcado por la confrontación, como el que acabamos de transitar.
La segunda dimensión es de mayor impacto y también de más largo aliento: el traspaso en la gestión del gobierno. Si la primera dimensión acaparará mayor atención (leeremos muchas crónicas sobre de qué hablaron en el desayuno o si se mandan mensajes de WhatsApp), la segunda será menos visible y conlleva importantes desafíos que en la Argentina están librados a la voluntad política de sus protagonistas y se magnifican dada la ausencia de una alta dirección pública designada de forma estable. Es que durante los traspasos se dan dos procesos de forma simultánea. Dos procesos que debieran ser muy diferentes pero que en nuestro país se yuxtaponen.
En primer lugar, está la transición de los funcionarios políticos: la designación de su gabinete de Ministros y funcionarios que diseñará su plan de gobierno y lo pondrá en marcha y debe interactuar con el Gabinete saliente. En segundo lugar, el traspaso implica que el Gabinete entrante interactúe con la burocracia y se genere un lazo entre los nuevos inquilinos del poder y la alta dirección pública de carrera. En Argentina, esa alta dirección pública de carrera no existe y como consecuencia, se multiplican la cantidad de designaciones y cambios que deben realizarse en escaso tiempo y se dificulta la continuidad de las políticas y programas.
Si el presidente electo mantuviera la estructura organizacional actual de 13 ministerios, según datos del GPS del Estado de Cippec, esto conllevará designar al menos 240 funcionarios políticos sólo en la administración pública central. A esto se suman los responsables en los directorios de las empresas de propiedad estatal y sociedades del estado, los titulares de los organismos descentralizados así como otras designaciones que no requieren la intervención de otro poder del estado. Esto implica más de 1400 designaciones. Estos funcionarios políticos deberían interactuar con una alta dirección pública, estable y profesional que en la administración pública central debería ser designada por concurso por cinco años: son los directores y coordinadores.
Sin embargo, esto no ocurre así. De los 450 directores nacionales y generales de la administración pública central, más del 90 por ciento fue designado de forma transitoria. No es un fenómeno nuevo: las designaciones transitorias se volvieron una verdadera “política de estado”. Es una práctica ya extendida en el tiempo que la alta dirección pública sea designada de forma transitoria como si fueran puestos políticos.
Es decir que es probable que muchos de los actuales directores y coordinadores sean reemplazados por el gobierno entrante y que los funcionarios políticos entrantes se encuentren en muchos casos con una enorme cantidad de designaciones que realizar y, más importante, con la dificultad de garantizar la estabilidad de algunas políticas o de gestionar a la burocracia en los nuevos rumbos que quieran establecer. Las miles de personas que con cada transición de gobierno cambian en nuestro Poder Ejecutivo Nacional se llevan consigo parte de la memoria institucional del estado: el conocimiento, la experiencia, la capacidad de implementación, y así se dificulta que las políticas continúen en el tiempo.
En este contexto, el compromiso de los equipos entrante y saliente con una transición ordenada tiene una enorme relevancia, tanto en su dimensión simbólica como de gestión. El encuentro entre ambos es un importante gesto en la transición en su dimensión simbólica. Y la designación de un equipo de transición por parte del gobierno entrante y saliente es fundamental para asegurar la transición de la gestión de gobierno. El gobierno saliente puede comprometerse a elaborar memorias institucionales, informes estratégicos y presupuestarios de cada ministerio. También a generar y cumplir estándares para toda la administración para resguardar el patrimonio del estado y sus sistemas de información y bases de datos. Sobre todo, ese equipo de transición en cada una de las áreas puede contribuir a identificar y asegurar la estabilidad de aquellas políticas que resultaron efectivas y que han logrado trascender la discusión ideológica así como garantizar la provisión de servicios básicos del estado.
Uno de los casos más emblemáticos de una política que continúa en el tiempo es la Asignación Universal por Hijo (que se inició además antes de diciembre de 2015) pero hay muchos otros menos resonantes o más nuevos que, de no identificarse a tiempo, corren riesgo de discontinuarse sin que sea una decisión explícita del gobierno entrante.
Una transición coordinada permite también que el nuevo gobierno pueda imprimirle su impronta e implementar los cambios de dirección que defina en su plan de acción con mayor efectividad. No lo hemos logrado en transiciones anteriores. La magnitud de la crisis hace aún más trascendental que lo logremos esta vez.