La importancia de garantizar el derecho a la educación para alcanzar una sociedad más justa y desarrollada es un principio compartido. Es un acuerdo que trasciende a nuestro país: es un objetivo de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas. También se sabe que la política educativa necesita de compromisos fuertes y de una perspectiva de largo plazo. Sus efectos son potentes, pero no inmediatos.
En un contexto de cambios vertiginosos, la educación debe responder, por un lado, a las deudas todavía pendientes del Siglo XIX y XX y, por el otro, a los fenómenos recientes que transforman los modos de producción y gobernanza. La política educativa podría ser un puente entre ambos desafíos.
Para ello, requiere combinar una mirada histórica con la suficiente imaginación para anticipar el mundo que encontrarán los jóvenes durante las próximas décadas.
En la Argentina, esta dualidad entre viejos y nuevos desafíos se remite a los principios del sistema educativo. La Ley 1.420 de 1884 resultó un hito fundamental en la universalización de la educación primaria. Sin embargo, este objetivo fue alcanzado hace menos de treinta años. Y aún hoy persisten los problemas en la calidad de los aprendizajes, las condiciones de enseñanza y la igualdad de oportunidades.
Por su parte, los niveles de educación inicial y secundario podrían ser pensados como “derechos recientes”. En clave histórica, la extensión de la obligatoriedad de la educación de los cuatro a los 17 años es una novedad que traza un camino por recorrer.
En los últimos años, hubo avances significativos en el acceso de los niños y niñas a la sala de cuatro y cinco años.
También los hubo en el nivel secundario, aunque la envergadura de los desafíos pendientes para la juventud es todavía importante.
De cada 100 jóvenes que ingresan al secundario, apenas la mitad llega a finalizarlo. Además, sólo 27 de ellos lo hacen en el tiempo esperado; el resto repite una, dos o más veces.
El Siglo XXI nos encuentra con otras deudas importantes: las enormes desigualdades socioeconómicas y territoriales.
Mientras que nueve de cada diez jóvenes de entre 18 y 24 años de más altos ingresos completan la secundaria, entre sus pares más pobres sólo lo hacen cinco.
En cuanto a los aprendizajes, en 2017, en el área de Lengua, solo dos de cada diez jóvenes de los sectores más favorecidos no alcanzaron el nivel básico, pero entre los más pobres fueron seis de cada diez. Las jurisdicciones también muestran amplias desigualdades.
La proporción de estudiantes con rendimiento satisfactorio en las pruebas de Matemática en la jurisdicción más rica del país (Ciudad de Buenos Aires) quintuplica a la de una de las provincias más pobres (Chaco).
Afrontar estos viejos desafíos de inclusión y calidad no implica relegar los del siglo XXI. La globalización y las nuevas tecnologías abren oportunidades inéditas.
Desde el punto de vista de los procesos de enseñanza-aprendizaje, hay que considerar nuevas posibilidades para la mejora de estrategias didácticas, la producción de contenidos, el acceso a materiales y el desarrollo de habilidades. Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías permiten idear formas más efectivas de gobernar los sistemas educativos, personalizar el apoyo a los alumnos, y escalar y compartir el conocimiento a nivel local y global.
Transformar la educación secundaria es una de las metas estratégicas que proponemos desde CIPPEC. Lograr que todos los jóvenes accedan a una educación secundaria de calidad requiere un esfuerzo sostenido.
En este año electoral, se presenta nuevamente la oportunidad de imaginar políticas educativas que puedan guiar los acuerdos necesarios para lograrlo.
Bajo la consideración de estos desafíos y oportunidades, creemos que las políticas educativas de los próximos años deberán enfocarse en (i) desarrollar mecanismos de articulación federal para lograr acuerdos viables y una mejor distribución de los recursos nacionales; (ii) proteger las trayectorias escolares a través del acompañamiento y la transferencia de recursos para prevenir la repitencia y el abandono, priorizando a los que más lo necesitan; (iii) fortalecer las políticas para la docencia en términos de condiciones, formación y oportunidades en la carrera profesional; (iv) generar condiciones e incentivos para la innovación pedagógica que faciliten la enseñanza de habilidades claves como la creatividad, el trabajo en equipo, aprender a aprender, la metacognición y la alfabetización digital; (v) e institucionalizar dispositivos que permitan articular mejor la educación con la comunidad y el mundo del trabajo.
La política educativa deberá generar puentes entre los principales actores de la comunidad educativa con el propósito de construir una visión de largo plazo basada en alianzas fuertes y plurales. Sin estas condiciones, será difícil que la educación del siglo XXI encuentre un norte que oriente el quehacer de las administraciones más allá de los niveles de gobierno y la alternancia de las gestiones.