El mal que aqueja a Argentina es el magro crecimiento de sus exportaciones. Es una enfermedad que lleva décadas. El síntoma se hizo visible a partir de la segunda posguerra mundial: la incapacidad de crecer de forma sostenida. A excepción de la recesión de 1978, el crecimiento de nuestra economía fue siempre interrumpido por problemas de balanza de pagos. Léase falta de dólares. Este problema se ha manifestado de dos maneras, según la posibilidad de acceder a financiamiento externo voluntario.
La dinámica estilizada es la siguiente. Cuando la economía se expande, crece más el gasto que la producción transable o, lo que es similar, crecen más las importaciones que las exportaciones. Se genera un déficit de cuenta corriente. En casos en que la economía no está globalizada financieramente, el déficit se financia con reservas del BCRA. Cuando éstas alcanzan un valor crítico, se desencadena una devaluación de nuestra moneda. Sigue una aceleración inflacionaria, caída de los ingresos reales y, en consecuencia, una retracción del gasto privado, el nivel de actividad y empleo. Cuando la economía está integrada a los mercados financieros internacionales, el déficit de cuenta corriente puede mantenerse por más tiempo gracias al financiamiento externo. Sin embargo, ante la evidencia de que el déficit externo no se corrige –sumado a la irrupción de algún evento externo que reduce la demanda de activos de mercados emergentes, como la suba de la tasa de interés en Estados Unidos– el financiamiento se retrae o, peor aún, se revierte. Se produce un pronunciado exceso de demanda de dólares en el mercado cambiario que conduce a una depreciación real de la moneda. Sigue la misma cadena de eventos descripta para el caso anterior. El resultado, en ambos casos, es una recesión. Cuando la economía está integrada financieramente, la devaluación puede desencadenar también una crisis bancaria y de deuda externa (pública y privada), como en los traumáticos episodios de 1980-81 y 2001-02.
El párrafo anterior no debería ser materia de debate. Las recesiones fueron siempre forzadas por el faltante de dólares y la necesidad de corregir la cuenta corriente. Esto es evidencia lisa y llana. Un déficit de cuenta corriente es un exceso de gasto (público más privado) sobre el ingreso nacional. Esto es contabilidad nacional lisa y llana. Lo contencioso es la causa detrás de esta tendencia a caer en déficits de cuenta corriente que no pueden sostenerse en el tiempo.
Una visión muy difundida atribuye la responsabilidad a la indisciplina fiscal. Que las cuentas públicas han estado en desequilibrio durante las últimas ocho décadas, a excepción del breve período de 2003-08, también es evidencia lisa y llana. Los déficit fiscales son un exceso del gasto sobre el ingreso del sector público. Un déficit fiscal puede explicar el exceso de gasto doméstico sobre el ingreso nacional; vale decir, un déficit de cuenta corriente. Además, como recae mayormente sobre bienes y servicios no transables, la expansión del gasto público tiende a apreciar el tipo de cambio real y a aumentar la presión impositiva para no exacerbar el déficit público. Ambos elementos desincentivan la inversión y producción de actividades transables. Al impulsar el gasto y desestimular la expansión de la oferta transable, la indisciplina fiscal puede explicar la tendencia recurrente a los déficit de cuenta corriente que observamos en nuestra historia.
Una explicación más general identifica como factor determinante a la tensión entre las demandas materiales de la sociedad y la capacidad productiva de la economía. Bajo esta mirada, la indisciplina fiscal es el resultado de gobiernos de cualquier signo político que –presionados por la demanda social– tienden a ampliar la oferta de servicios públicos y protección social por encima de sus medios. Sin embargo, esta pulsión por satisfacer demandas por encima de los medios puede darse aún sin indisciplina fiscal, como ocurrió en algunos episodios de la Historia Argentina. En este caso, el déficit de cuenta corriente es mayormente impulsado por el comportamiento del sector privado. Ocurre cuando se emplea al tipo de cambio como ancla para que los salarios reales crezcan a un ritmo superior que la productividad laboral. El resultado es un atraso cambiario que estimula el gasto privado y desincentiva la producción de bienes y servicios transables. Los viajes a Miami y el ahogo de las economías regionales generados por un atraso cambiario no necesitan del desequilibrio fiscal.
Curarnos de este mal no es fácil. Requiere, como primer paso, entender que no es posible crecer de forma sostenida sin que lo hagan las exportaciones. Como difícilmente su expansión pueda lograrse únicamente con producción primaria –no somos tan ricos en recursos naturales–, la estrategia debe contemplar actividades que sean densas en empleo como las manufacturas y los servicios exportables basados en conocimientos (software, profesionales y publicidad, por ejemplo). Es necesario para ello armonizar un tipo de cambio que brinde suficiente competitividad con mecanismos que sostengan el poder de compra de los salarios. Una compleja ecuación. Su solución demanda una difícil ingeniería de consensos y una sofisticada trama de políticas públicas.
Fuente: El Economista