En los últimos dos años, se jerarquizaron las evaluaciones estandarizadas de aprendizajes. Si bien estas políticas comenzaron a implementarse en el país a mediados de la década del noventa y se sostuvieron desde entonces, a partir de 2016 se les dio un nuevo impulso. La creación de la Secretaría de Evaluación a cargo de un perfil técnico reconocido; la realización de las pruebas de manera censal para sexto grado de la primaria y quinto/sexto de la secundaria por segundo año consecutivo; el procesamiento e información de los resultados en menos de seis meses desde la aplicación; y la devolución a las escuelas de la información relevada al año siguiente de la implementación son señales claras en este sentido.
Ahora bien, más allá de esta evidente jerarquización, las políticas de evaluación en nuestro país están todavía en proceso de consolidación. La construcción de instrumentos sólidos, la logística y las características de la aplicación, su uso y sobre todo, sus efectos no son un proceso lineal. Involucran a actores diversos (funcionarios, directivos, docentes, alumnos) en diferentes contextos sociales y políticos. Por eso, los resultados de las pruebas de aprendizaje no deben ser interpretados de manera apresurada. Deben leerse a la luz de tendencias de más largo plazo, tanto en relación con la comparación de series históricas de la misma prueba (el Operativo Nacional de Evaluación, ONE, y Aprender) como de las pruebas internacionales (SERCE y TERCE para el nivel primario y PISA para el secundario).
Es necesario cruzar los resultados de las diferentes evaluaciones y hacer una lectura amplia y de largo plazo en relación a las políticas educativas implementadas. Las mejoras o retrocesos abruptos de los resultados, de un año a otro, no suelen deberse a grandes progresos o empeoramientos de los aprendizajes de los alumnos, el impacto siempre es paulatino. Los saltos radicales en años consecutivos tienden a reflejar aspectos vinculados con los instrumentos de evaluación y sus procesos de relevamiento, antes que con un cambio en el nivel educativo de la población a partir de iniciativas políticas recientes.
Estamos frente a un complejo proceso de jerarquización de las políticas de evaluación. En este contexto, cuestiones como la logística en torno a la implementación, la forma en la cual los directivos y docentes se involucran en el proceso y/o el compromiso de los alumnos para responder la prueba podrían ser muy definitorios en los resultados. Es decir, las mejoras en las pruebas no indican que los niños y jóvenes saben más en 2017 que en 2016, sino que posiblemente hayan cambiado las condiciones generales de aplicación.
Con cada nueva evaluación obtenemos resultados de mejor calidad, se profundiza el compromiso y la participación, y se pone en evidencia la importancia de evaluar. Se está desarrollando una cultura de la evaluación, y esto lleva tiempo. Esta cultura se fortalecería con una mejor comunicación respecto de cómo se usarán los resultados. En este sentido, las recientes alusiones públicas a la posible publicación de resultados por escuela -una política de fuerte impacto sobre la vida de las escuelas, sus alumnos y docentes- se contradicen con mensajes previos en torno al uso. Esto y una lectura precipitada de los resultados no abonan al clima de confianza necesario para que pueda consolidarse una política estatal de uso de la información para la mejora educativa.