El mundo no está funcionando. Solo en los últimos cuatro años hemos experimentado una de las peores pandemias globales, alcanzado la temperatura más alta registrada, enfrentado eventos climáticos extremos, desencadenado dos guerras internacionales masivas, atestiguado la propagación del autoritarismo, la profundización del retroceso democrático y una amplificación de las desigualdades.
Los datos más recientes de la Plataforma de Pobreza e Inequidad del Banco Mundial mostraron que la pandemia de COVID-19 causó el mayor aumento de la pobreza extrema global en décadas: actualmente hay 23 millones de personas más viviendo en esta condición que en 2019. Sin embargo, mientras que las regiones más prósperas del mundo están reduciendo sus niveles de pobreza extrema, este no es el caso para el promedio mundial, especialmente en el África subsahariana (que concentra más de la mitad de la población en extrema pobreza).
En 2020, el coeficiente de Gini global, que mide la desigualdad entre los países en una escala que va de cero (igualdad perfecta) a 100 (una persona posee todos los recursos), fue de 62. Mientras que las proyecciones sugerían que el mundo continuaría una tendencia a la baja, hemos sido testigos del mayor aumento en la desigualdad global desde 1990, a partir de la pandemia.
La simultaneidad y la cada vez mayor frecuencia en las crisis de los ámbitos económico, político, ambiental, religioso y social nos ha llevado a acuñar el término “policrisis” hace algunas décadas. Esta policrisis amenaza la cohesión social y las instituciones democráticas, y ha revelado que las intervenciones estatales y la cooperación internacional han fracasado en abordarla eficazmente. La confianza en la democracia y los gobiernos está en declive: menos de la mitad de la población de los países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) confía en su gobierno, mientras que en América Latina y el Caribe solo un tercio de su población confía en los suyos. La pérdida de confianza refleja una crisis en las instituciones que disminuye nuestra capacidad para tomar acciones colectivas en torno a objetivos comunes.
Los intentos de resolver los llamados “problemas complejos” (“wicked problems” en inglés) han llevado a movimientos pendulares en varios países, lo que ha demostrado ser completamente ineficaz: los países necesitan implementar soluciones sostenidas y basadas en respuestas perdurables.
El lado positivo es que la crisis de confianza se puede revertir acordando pequeñas acciones que puedan ayudar a establecer cursos y resolver problemas estructurales.
¿Cómo empezar? Midiendo la prosperidad que deseamos. Para medir nuestro progreso nos hemos enfocado casi exclusivamente en el PBI o el PBI per cápita. Perseguir el beneficio durante tanto tiempo nos ha llevado a confundir los medios y los fines. Terminamos poniendo el bienestar y el medio ambiente natural -en resumen, la vida-, al servicio del beneficio. ¿Cómo podemos mejorar la calidad de vida si seguimos midiendo únicamente el beneficio? Es necesario medir con más precisión lo que valoramos para poder realizar los cambios que necesitamos. Sabemos ahora que no podemos cambiar lo que no podemos ver y no podemos ver lo que no medimos.
Uno de los principales determinantes de la calidad de vida que cualquier persona puede lograr son las habilidades que pueda adquirir. Amartya Sen, Nobel en Economía, lo demostró hace muchos años con su enfoque de la teoría de las capacidades. Esta mirada explica cómo las habilidades determinan la libertad para lograr el bienestar.
Sin embargo, la forma y el grado en que se producen las capacidades están lejos de estar bien medidas. La mayoría de las habilidades se forman durante la infancia y las familias desempeñan un papel crucial en esta función de producción.
En CIPPEC, hemos producido un indicador que mide precisamente eso: la construcción de capacidades que ocurren principalmente durante la infancia y particularmente en los ámbitos familiares. Lo hemos llamado la Canasta Básica de Cuidados (CBC). Es un indicador sintético diseñado para estimar el costo monetario de los bienes y servicios que las familias y los hogares necesitan para producir cuidado y capacidades humanas durante la etapa de crianza, sin poner en peligro la autonomía económica de las mujeres ni el desarrollo del potencial de las futuras generaciones. Este indicador también arroja luz sobre algo que permanece invisible: la cantidad de trabajo no remunerado que se invierte en los hogares para desarrollar estas capacidades y que es asumido, principalmente, por las mujeres. A nivel global, ellas dedican 3 veces más horas que los hombres a las labores domésticas y de cuidado no remuneradas.
Basándonos en las encuestas que se utilizan para su construcción, la Canasta Básica de Cuidados es un indicador que se puede replicar en más de 100 países.
Hemos liderado un piloto para su implementación en la Ciudad de Santa Fe, la cuarta ciudad más grande de nuestro país. Utilizamos los datos para informar políticas: hemos medido y analizado el déficit de cuidado al que se enfrentaban las familias y hemos contribuido con las autoridades y equipos técnicos responsables de su implementación en el diseño de las estrategias de intervención más apropiadas para aliviar este déficit. Al hacerlo, utilizamos esta evidencia para construir el consenso necesario para restablecer la confianza en las instituciones que se habían roto. Esto se logró haciendo que las políticas públicas aborden las necesidades de las familias y, por lo tanto, sean más precisas y más relevantes. Todo esto, haciendo uso de los recursos públicos de manera más eficiente.
Para reconstruir la confianza y promover soluciones concretas a nuestros muchos problemas mundiales (y nacionales), debemos comenzar por lo pequeño. La CBC es solo un ejemplo concreto de muchas soluciones que se pueden implementar en este sentido.