Un fantasma recorre el mundo: el de las democracias liberales en peligro. Nació en 2016 con la irrupción de Donald Trump en Estados Unidos y el triunfo del Brexit en el Reino Unido y se profundizó en 2017 y 2018. Iniciaremos 2019 con un escenario aún más sombrío en varias latitudes. ¿Qué une a Estados Unidos, Hungría, Italia y Brasil más allá de sus enormes diferencias? Que el discurso antisistema se volvió muy poderoso, enmarcado en una crítica a las elites dirigentes por las promesas incumplidas de las democracias. En la jerga argentina, “disparen contra los círculos rojos” se volvió el nuevo lema. Es difícil buscar raíces comunes a liderazgos políticos tan diversos y en contextos tan disímiles pero la crítica a la dirigencia gobernante se volvió atractiva para muchos votantes, reforzada por las redes sociales, que amplifican esos mensajes y polarizan la opinión pública.
En ese contexto global, la Argentina tendrá una campaña electoral presidencial, la novena desde la reinstauración de la democracia y la primera en la que un partido político que no es ni el radicalismo ni el peronismo buscará revalidar su mandato. Las reglas electorales no serán las mismas que en 2015 en dos aspectos: los debates presidenciales se volvieron obligatorios y la paridad regirá para la selección de integrantes del Congreso nacional.
Un factor que gatilla y refuerza los sentimientos englobados en el término antipolítica es la problemática alrededor del financiamiento de la actividad política y las campañas electorales. Desde el Lava Jato en Brasil, pasando por los gastos de los legisladores en el Reino Unido y el escándalo en España, que terminó con la destitución del entonces presidente de Gobierno, Mariano Rajoy. Frecuentemente, los escándalos de este tipo provocan cambios en la legislación electoral. Pese al caso de los cuadernos Gloria y la denuncia por las irregularidades de los aportes de Cambiemos en la provincia de Buenos Aires, esta importante dimensión de la contienda electoral se mantiene inalterada hasta ahora.
El dinero en la política es uno de los principales dilemas irresueltos de las democracias y fue volviéndose más difícil a medida que la política moderna profesionalizó las campañas electorales y se tornó además mucho más costosa. El debate global del tema actualmente gira en torno a tres ejes centrales, que también estarán presentes en nuestro país. Se refieren a los demandantes de ese dinero (los dirigentes políticos); quién lo oferta (los aportantes privados) y al medio en el que sucede la relación entre oferta y demanda (las tecnologías digitales).
Empecemos por la demanda. En muchas democracias, especialmente en las que cuentan con bajas capacidades institucionales, regular el poder de los oficialismos actualmente es un problema central, dado que hay suficiente evidencia que muestra que “jugar de local” es un factor que suele otorgar una ventaja sistemática, por el mero hecho de la visibilidad que conlleva. Este fenómeno se tornó más visible en la opinión pública a partir del involucramiento de empresas de propiedad estatal en casos de financiamiento ilegal.
Desde el lado de la oferta, existe una creciente discusión entre especialistas acerca del rol de los aportes provenientes de personas jurídicas. En varios países este debate derivó en cambios legislativos, como en Chile y Brasil. En el Gigante Sudamericano, luego de la elección más cara de su historia en 2014 y del escándalo del Lava Jato, se prohibieron los aportes de empresas para la elección presidencial de octubre último. Los números preliminares muestran una reducción de los recursos, aunque también se advierte que muchos aportes pudieron haberse entregado en negro. Aún no hay evidencia concluyente del impacto de estas reformas. Es difícil desafiar el comportamiento “hidráulico” del dinero en la política: cuando se cierra una rendija, el agua suele rápidamente encontrar otra.
El tercer foco de la conversación global sobre el financiamiento de la política gira alrededor del uso de las nuevas tecnologías para convencer votantes. El impacto de compañías de información globales como Facebook o Google es uno de los desafíos de regulación más urgentes. En algunos pocos países se están pensando y debatiendo nuevas reglas.
En la Argentina, sin embargo, cómo y quiénes financian la política fue un tema ausente en la opinión pública en las elecciones presidenciales recientes; solo relevante para unos pocos especialistas, organizaciones de la sociedad civil y algunos periodistas, solitarios visitantes del sitio web de la Cámara Nacional Electoral, donde se publican los informes de aportantes de las campañas que presentan los partidos. Según estos informes, las siete fórmulas presidenciales de 2015 gastaron, entre todas y sumando las tres vueltas (PASO, generales y ballotage), la inverosímil suma de 29 millones de dólares.
Los escándalos recientes vinculados al financiamiento de las campañas electorales probablemente tengan impacto en la oferta y demanda de recursos para la elección presidencial. Varios especialistas especulan que podrían generar una merma en la cantidad de fondos recaudados. Sin embargo, no deberíamos suponer que esto garantizará una elección más transparente: el dinero de orígenes ilícitos (como el proveniente del narcotráfico) o no declarado (lavado de activos) tendrá nuevos incentivos para financiar candidaturas. Esta coyuntura también podría incentivar un mayor uso discrecional de fondos y recursos públicos para la campaña electoral. En un momento en el que la legitimidad de la representación y de los sistemas políticos ante estos fenómenos está en entredicho, la dirigencia argentina -no solo la dirigencia política sino también del sector privado- tiene ante sí una enorme responsabilidad: la de asumir compromisos públicos para lograr que el proceso electoral sea más transparente y equitativo.