Maquiavelo lo sabía, y de Tocqueville, y los federalistas. Como también lo sabía José Hernández: toda autoridad necesita la cooperación de quienes deben obedecerle. Si a la vuelta de la guerra el rancho es una tapera y nadie cuidó a la familia, se termina la buena voluntad, se deserta, no se pagan los impuestos. La amenaza de sanciones, la sanción misma, por más brutal que sea y por más sostenida en el tiempo que logre mantenerse, tiene patas cortas. Las arcas del Estado y la fidelidad de los ejecutores son limitadas. Nadie puede controlar a todos todo el tiempo.
Los poderosos lo saben y lo temen. En la separación de poderes de la república el poder ejecutivo blande la espada, tiene el monopolio del uso de la fuerza; y el legislativo domina la bolsa: decide el presupuesto de la Nación. Sin embargo, ambos se saben débiles. La policía y la milicia se corrompen, cuestan dinero, la efectividad de sus procedimientos se degrada. Las arcas públicas, por su lado, reciben infinitas demandas y encima requieren que la gente aporte al esfuerzo común voluntariamente. Pero aun con esas prevenciones, los dos poderes políticos del Estado descansan en la fuerza de la espada y en la capacidad de la bolsa para hacer cumplir sus decisiones.
Pero hay un poder que solo funciona con la cooperación y la confianza de la gente. El poder judicial carece de fuerza y de dinero y solo tiene el prestigio de su palabra para lograr lo que debe lograr. Y es cierto que puede intentar la asistencia de los otros dos poderes: puede pedir al ejecutivo la fuerza para hacer cumplir sus órdenes y al legislativo dinero y leyes para ejercer su jurisdicción y si bien esa cooperación es incierta (ella también necesita de la confianza), puede funcionar. Pero ahí no termina su debilidad.
El poder judicial actúa a pedido de parte. Es literalmente así: si las partes, si la ciudadanía no recurre a él, el poder judicial no funciona. Parece natural que la gente inicie expedientes en la justica cuando tiene un conflicto, pero no lo es. Salvo el fuero penal, que actúa de oficio, es decir que actúa sin pedido de parte (ante la supuesta comisión de un delito la justicia actúa sin necesidad de que la víctima lo solicite), el resto del poder judicial necesita que una persona inicie un caso para poder actuar. De ahí se sigue que la gente podría dejar sin trabajo a jueces y abogados con solo decidir llevar sus conflictos a otro lado. ¿Qué se perdería con esa decisión?
Se perdería gran parte del sentido de todo el sistema institucional. Si la gente no acude al poder judicial, los conflictos se resuelven por fuera de las leyes que el sistema político generó. Todo el juego deliberativo: las expresiones públicas, las marchas, las elecciones, las deliberaciones parlamentarias, las votaciones de los representantes, la regulación en el ejecutivo, todo este esfuerzo colectivo que da lugar a las leyes y reglamentaciones, sería superfluo. Es razonable: la soberanía de un Estado se juega en la capacidad de hacer cumplir sus decisiones, justamente cuando esas decisiones son relevantes: en el momento del conflicto entre personas. Si un Estado no puede resolver los casos de acuerdo con el resultado de sus decisiones, los casos los resuelve otro: el puntero, el narco, el sacerdote, y ese es el momento en que se pone en cuestión la razón misma de su existencia.
Pero para lograr que la parte pida la intervención judicial, la gente debe confiar en sus jueces y abogados. Sobre todo, teniendo en cuenta que la mitad va a quedar descontenta con el resultado. Se le pide mucho: que entreguen sus bienes más preciados: su libertad, la tenencia de sus hijos, la integridad de su patrimonio, el futuro de su empresa, su trabajo, y que estén dispuestos a aceptar la decisión final. Nuestro sistema institucional entiende esto y le promete el acceso a una defensa idónea, libre de conflictos de interés, capaz de guardar la confidencialidad y tan aguerrida como lo permitan las normas del juego. Y también juzgadores imparciales, independientes, íntegros, que produzcan decisiones debidamente motivadas, capaces de generar respeto y aceptación.
Como la gente debe hacer el esfuerzo de acceder a la justicia (y ese esfuerzo en nuestro país suele ser tan enorme que mucha gente desiste y acepta cargar con costos y violaciones de derechos antes de recurrir a los tribunales), las promesas no pueden quedar solo en ser cumplidas técnicamente. Las normas obligan a las profesiones del derecho a mostrar a la gente que no solo cumplen con las reglas, sino que sus comportamientos muestran públicamente ese acatamiento. Ser y parecer. Una jueza puede ser independiente, pero si no lo parece incumple con sus obligaciones. Porque además de dar la solución correcta, la jueza debe lograr que las partes queden satisfechas si no con el resultado, sí con la legitimidad del proceso.
La regulación de las profesiones del derecho está armada para garantizar estas promesas. Para eso tenemos facultades de derecho, colegios de abogados, códigos de ética, tribunales de disciplina, consejos de la magistratura. Al menos dos veces los profesionales del derecho, a lo largo de su carrera, deben jurar que van a cumplir con esos compromisos: al recibirse de abogados y al entrar en la profesión o al asumir el cargo. Y el Estado argentino ha decidido entregar el control de esos compromisos a los mismos egresados de las facultades de derecho, a nadie más.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la ciudadanía asiste azorada a manifestaciones públicas de incumplimientos repetidos de estas obligaciones profesionales. Los escándalos se suceden y no pasa demasiado tiempo para enterarnos de lo que abogados y jueces son capaces de hacer bajo la mirada pública. Fiestas, campeonatos de fútbol, asociaciones civiles, cursos de grado y posgrado, asociaciones corporativas, publicaciones de libros en los cuales se juntan jueces, abogados, funcionarios con una naturalidad pasmosa.
Para entender el escándalo póngase un minuto el lector en el lugar de una persona cuyo abogado no es parte de estos grupos, pero que ve o sabe que el abogado de su contraparte en el juicio ostenta su relación en algunos de esos ámbitos con el juez que está a cargo de su caso. O que comprueba que la madrugada anterior al día en el que su destino se definía, la persona que lo debía juzgar disfrutaba de una ruidosa celebración en la que no faltaba alcohol. Suponga que usted está en prisión preventiva, o que ese día se define dónde van a vivir sus hijos y cuantos días al año los va a poder ver. Suponga que aún no decidió a que abogada recurrir. ¿A quién elegiría, a la titular de cátedra del juez o a una que no lo conoce?
El número de vacantes en el poder judicial de nuestro país es alarmante, pero más aun los son las vacantes en puestos clave de nuestro sistema institucional: la Corte Suprema de la Nación, el Ministerio Público Fiscal, el Defensor del Pueblo, la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires. Son todas oportunidades para aumentar la legitimidad de nuestro sistema político. De nada valen reformas legislativas revolucionarias si ellas se van a quedar en el papel, y la ciudadanía las ignora acudiendo a otras prácticas para resolver sus conflictos.