Vivimos en un período de profundos cambios asociados a la emergencia de nuevas tecnologías de naturaleza digital, donde la inteligencia artificial (IA) ocupa un lugar central. La ansiedad sobre los potenciales impactos en la vida cotidiana de tecnologías aún desconocidas y la milenaria pulsión por recrear artificialmente la vida humana alimentan una visión distópica del futuro, en la cual el mundo termina dominado por robots y no hay lugar para las personas. Esta narrativa opera como una barrera para el diálogo informado porque no ayuda a entender lo que está realmente pasando en materia de cambio tecnológico ni lo que hay que hacer para aprovecharlo. Hay cuatro ejes por donde debería pasar la discusión para ser más fructífera.
El primero es que la IA guarda muy poca o ninguna relación con lo que se piensa en la opinión pública y en muchos casos, en la política. No solo estamos muy lejos de poder recrear completamente la capacidad cognitiva humana (lo que se conoce como IA general), sino que los casos de IA que funcionan lo hacen aún en contextos muy limitados y restringidos. Los grandes hitos en IA se dan en juegos como el ajedrez con Deep Blue o el go con AlphaGo, donde prevalecen reglas sencillas y ya codificadas.
Además, cuando se analizan los casos exitosos de IA, aparece el segundo eje: las personas, lejos de perder importancia, juegan un rol irreemplazable para su funcionamiento. La IA es un sistema de inteligencia, con tres componentes básicos: grandes volúmenes de datos, mucho poder computacional y algoritmos de aprendizaje profundo y personas que dan sentido al sistema y lo hacen funcionar. Lo que hagan esas personas es crítico para que las aplicaciones de IA sean exitosas. Las personas deben, primero, definir en qué áreas se aplicará el sistema y encarar una reingeniería profunda de esas áreas para adaptarlas a los requerimientos del sistema. Luego, son las personas las que deben crear el sistema de IA -que incluye la estructuración de los datos y la selección de los algoritmos- y perfeccionarlo con datos de entrenamiento. Una vez listo, son las personas las que deben utilizarlo como parte central del modelo de negocios y, ya en funcionamiento, evaluar críticamente su pertinencia y sus resultados de predicción.
Las habilidades descriptas son bien distintas a las que las personas aportaban a los procesos productivos analógicos, propios del siglo XX. Aquí aparece el tercer eje para el debate: la nueva división del trabajo entre máquinas y personas requiere un fuerte esfuerzo de readaptación de habilidades de los trabajadores. En la primera mitad del siglo XX, de la mano de las grandes fábricas y las cadenas de montaje, buena parte de los aportes de las personas al proceso productivo se asociaba a tareas rutinarias, muchas de ellas con poco contenido cognitivo. El arte y la literatura dieron cuenta de los riesgos de “deshumanización” de ese tipo de trabajo en las grandes factorías. De hecho, la palabra “robot” fue inventada por el dramaturgo checo Karel Capek en 1921 en su obra R.U.R., donde las personas son indistinguibles de máquinas no por altas capacidades cognitivas, sino porque ambas realizan tareas alejadas de las capacidades humanas (la palabra “robot”, a su vez, deriva del término en antiguo eslavo para designar a un esclavo). Pensamiento creativo, pensamiento crítico, adaptabilidad, habilidades comunicativas, empatía, capacidades técnicas de interacción máquinas-personas; todo eso será clave para la empleabilidad del futuro. Cuando le preguntaron al físico chileno César Hidalgo si las máquinas podían pensar, contestó: “La pregunta correcta no es si las máquinas piensan, sino si estamos formando personas con capacidad de pensar”. En saber si estamos preparados para dejar de ser robots y qué nuevo conjunto de habilidades hacen falta radica una parte importante de la discusión.
El último eje se refiere a la capacidad de pensar y accionar a nivel colectivo: ¿están las instituciones preparadas para estos desafíos? En el caso de la Argentina, depende. Para una franja pequeña de la población, con capacidades o riqueza acumuladas previamente, aparecen ofertas educativas interesantes sobre habilidades blandas durante la primera infancia; habilidades fundacionales y técnicas en la educación primaria y secundaria formal, y una mayor conexión con el mundo global de las ideas para aquellos con educación terciaria, universitaria o vocacional. Para el resto de la población, la situación es más compleja ya que se requiere una revisión profunda de las instituciones educativas y de formación, desde la primera infancia hasta los esquemas de capacitación técnica y profesional. Los cambios requeridos no se limitan a los contenidos curriculares, sino también para que la escolaridad se asocie más estrechamente al aprendizaje.
Es en este último punto donde la política pública debe poner el acento. El statu quo no es una opción si se busca que la Cuarta Revolución Industrial beneficie a todos, porque llevaría a otra distopía: una sociedad fragmentada operando a distintas velocidades, con distintas tecnologías y habilidades. Estamos a tiempo de que esto no suceda.