Publicado en junio de 2021
El siglo XX fue escenario de grandes transformaciones sociales, económicas y culturales. Una de ellas, quizá de las más paradigmáticas, fue el avance en la igualdad de género a nivel global. A lo largo de la historia, los varones dominaron la esfera pública. Su presencia fue (y en muchos casos aún es) mayoritaria en ámbitos políticos, laborales, e incluso en las calles. Sin prisa pero sin pausa, los últimos cien años fueron pivotales en este aspecto: las mujeres se adentraron en espacios tradicionalmente masculinizados y redujeron su dedicación exclusiva a las tareas del hogar. Esta conquista de derechos y el avance en el ejercicio de sus autonomías no solo trajeron implicancias positivas en términos de bienestar para ellas mismas sino también para la sociedad, en tanto dieron lugar a un desarrollo más inclusivo.
El progreso es ubicuo, pero no absoluto ni libre de heterogeneidades. Características personales como el nivel educativo, el lugar de residencia o la etnicidad, entre otras, han dado lugar a diversas disparidades de género que persisten en el tiempo. En este sentido, la tenencia de hijos/as surge como uno de los determinantes clave del sostenimiento de las brechas. Pese al avance, las madres aún se encuentran en una situación relativa más desventajosa que los padres en términos de autonomía económica –entendida como la capacidad de generar y hacer uso de recursos propios–, y en comparación con la población sin hijos/as.
Las dinámicas dentro de los hogares juegan un papel fundamental para explicar estas brechas. Los padres de hoy, en promedio, se involucran mucho más en el cuidado, la crianza y la enseñanza de sus hijos/as que los padres de décadas atrás, en sintonía con el avance de las mujeres en el mercado laboral. Sin embargo, su rol aún es secundario en las tareas domésticas comparado con el trabajo que asumen las madres. En este escenario, abordar las condiciones económicas, sociales y culturales detrás de estas desigualdades es fundamental para apuntalar el derecho de los padres a un mayor involucramiento en el cuidado de sus hijos/as, lo que a su vez puede disparar un efecto virtuoso en el bienestar social.
Por eso, en este Día del Padre, cabe preguntarse qué implicancias conlleva la ma/paternidad en el goce de los derechos económicos de mujeres y varones. Dadas las diferencias entre madres y padres, ¿qué pueden hacer las políticas públicas para promover una mayor igualdad y garantizar el derecho de los padres a cuidar?
La maternidad y la paternidad en el mercado laboral
La década de 1970 implicó un cambio en la tendencia de la participación laboral femenina en nuestro país, un eje crucial de la autonomía económica. Luego de décadas de estancamiento, cada vez más mujeres comenzaron a trabajar o buscar trabajo. A partir de los 90, el crecimiento de la tasa de actividad, que se encontraba en 45%, se aceleró aún más y pasó a rondar el 60% desde comienzos de siglo (Beccaria, Maurizio y Vázquez, 2017). Este período registró una disminución en la brecha con los varones: mientras que en 1960 27 mujeres trabajaban o buscaban trabajo por cada 100 varones, desde 2003 el ratio ascendió a 65, y desde entonces oscila alrededor de ese valor.
Dentro del universo de mujeres, las madres registran una tasa de participación laboral y de empleo que supera la de aquellas que no son madres (Gráfico 1). Asimismo, su tasa de desocupación es sensiblemente menor: en la actualidad, alcanza al 11% de las mujeres madres, en comparación con el 15% de aquellas sin hijos/as. Estos datos pueden asociarse a la necesidad de las madres de contar con más recursos económicos para sostener el hogar. Sin embargo, en la comparación por género, surge un escenario distinto: las brechas son mucho mayores entre madres y padres que entre mujeres y varones sin hijos/as (Gráfico 1). Hoy, por cada 100 padres en edad activa que participan del mercado de trabajo, 66 madres lo hacen. En cambio, por cada 100 varones sin hijos, participan laboralmente 82 mujeres. En la misma línea, la brecha en la tasa de desocupación es mayor en la población con hijos/as.
Gráfico 1. Tasa de actividad, ocupación y desocupación por sexo y tenencia de hijos/as. Argentina. Tercer trimestre de 2020. Población de 16 a 59 años.
En esta clave, las mujeres aumentaron también su participación como sostén económico de las familias. Así, su rol exclusivo en el trabajo doméstico y de cuidado no remunerado fue cediendo lugar a un doble papel, que incluye también la generación de ingresos en el mercado laboral. En 2003, el 43% de los hogares contaba solo con un proveedor varón. Hoy, ese guarismo desciende a 29%. En cambio, la proporción de familias con una mujer como proveedora exclusiva creció del 25% al 32%, mientras que el porcentaje de hogares con dos proveedores aumentó 10 puntos porcentuales.
Gráfico 2. Cantidad de proveedores por familia y por género. Argentina. Tercer trimestre de 2003, 2013 y 2020.
Sin embargo, los hogares con niños, niñas y adolescentes que tienen solo a una mujer como sostén económico se encuentran sobrerrepresentados en los quintiles más bajos de la distribución del ingreso. Si bien la crisis ocasionada por la pandemia trajo aparejado un incremento en el quintil 1 de la proporción de hogares con un varón proveedor, la situación es aún más desfavorable para las madres: de cada 100 familias con niños/as donde ellas son la única proveedora, 54 pertenecen al 40% más pobre de la población. En cambio, esta proporción disminuye a 46 de cada 100 cuando un varón es el único sostén económico, y a 22 cuando hay dos proveedores. La mayor pobreza entre hogares sostenidos exclusivamente por mujeres no solo repercute en ellas, sino también en sus familias, con fuertes implicancias para el desarrollo y las oportunidades de sus hijos/as.
Gráfico 3. Proporción de hogares con niños/as por quintil según el sexo del sostén económico. Argentina. Tercer trimestre de 2003, 2013 y 2020.
Múltiples factores se encuentran detrás de esta situación. Dentro del mercado laboral, las condiciones laborales diferenciales y la consecuente brecha de ingresos entre varones y mujeres como síntoma de estas desigualdades forman parte de los determinantes. Esta problemática latente enmascara fuertes heterogeneidades. Desde 2003 a la actualidad se registra una tendencia decreciente en la brecha. No obstante, la disparidad ha sido más reducida y la caída más pronunciada en la población sin hijos/as.
Hoy, una madre gana, en promedio, 38% menos que un padre, mientras que una mujer sin hijos recibe ingresos 28% inferiores a los de un varón en la misma condición (Gráfico 4). Esta “brecha salarial” se asocia a las circunstancias en las que las personas se insertan en el mercado de trabajo: ellas suelen ocuparse en sectores peor remunerados, ser minoría en puestos de decisión, desempeñarse en la informalidad sin acceso a la seguridad social, e incluso trabajar menos horas. Estas condiciones más precarias de trabajo se refuerzan con la maternidad debido a la necesidad usual de tener que conciliar el trabajo remunerado con el no remunerado. En cambio, los varones tienen acceso a mejores salarios, condiciones y trayectorias laborales, oportunidades que no se ven afectadas por la tenencia de hijos/as (Kleven, Landais & Sogaard, 2017).
Gráfico 4. Evolución de la brecha de ingresos totales entre mujeres y varones que son jefes/as de hogar u cónyuges y reciben algún tipo de ingreso por condición de maternidad y paternidad. Argentina. 2003-2020.
Esta brecha de ingresos, además, sería mucho mayor si consideráramos el valor del tiempo que dedican las mujeres y los varones al trabajo doméstico y de cuidado no remunerado. En 2013, último dato disponible para el país, el 89% de las mujeres realizaban estas tareas a diario, en comparación con el 58% en el caso de los varones, y por el doble de horas: 6,4h vs. 3,4h respectivamente. Esta dedicación no varía según la condición laboral de los varones, que realizan la misma cantidad de horas de trabajo no remunerado si se encuentran desocupados o trabajan más de 45 horas por semana. En cambio, las mujeres realizan menos horas de cuidado cuanto más larga es su jornada laboral, pero igual superan la dedicación de sus contrapartes masculinas.
Ante la convivencia con un/a niño/a, especialmente durante los primeros años de vida que es cuando demandan más cuidado, tanto la proporción de mujeres como de varones que se ocupan de estas tareas se incrementa (al 95% y 64%, respectivamente). No obstante, el aumento en las horas de trabajo no remunerado es más notorio para las madres: ellas pasan a dedicar más de 9 horas de cuidado por día, en comparación con las 4,5 horas que dedican los padres. Es decir, si bien la presencia de un hijo/a pequeño/a implica una mayor dedicación al cuidado tanto de mujeres como de varones, las madres absorben una parte mucho mayor de estas responsabilidades.
Gráfico 5. Cantidad de horas diarias dedicadas al trabajo de cuidado no remunerado por sexo y tenencia de hijos/as. Argentina. 2013.
En suma, los avances en la igualdad de género son sustanciales en torno a la autonomía económica, sobre todo en dimensiones vinculadas al mercado de trabajo. Sin embargo, persisten múltiples desafíos para cerrar brechas, particularmente entre madres y padres y en torno a las dinámicas de cuidado. Estas disparidades surgen como una manifestación de la “revolución asimétrica”: el ingreso masivo de las mujeres en ámbitos masculinizados como el mercado laboral no fue acompañado de un fenómeno inverso que involucrara a los padres de forma equivalente en la esfera doméstica (England, 2010). Así, la rápida inserción laboral femenina generó una situación de “doble trabajo” para las mujeres, dentro y fuera del hogar.
La actual crisis ocasionada por la pandemia generó algunos retrocesos al ampliar brechas entre varones y mujeres. Si bien los efectos socioeconómicos negativos no distinguieron género, en esta ocasión, a diferencia de lo sucedido en crisis anteriores, las mujeres, en especial aquellas con hijos/as, se retiraron en mayor medida del mercado de trabajo para pasar a la inactividad, mientras que se incrementó desproporcionadamente su tiempo dedicado al cuidado (INDEC, 2020). No obstante, la pandemia también puso de relieve la importancia del cuidado, sus dinámicas y sus redes para el sostenimiento de la vida y de nuestras sociedades, lo que puede abrir una ventana de oportunidad para repensar su organización social.
Políticas públicas para una mayor igualdad de oportunidades entre madres y padres
Avanzar en una distribución más equitativa del trabajo doméstico es importante por varios motivos. Por un lado, es esencial garantizar el derecho a cuidar y ser cuidado/a de todas las personas, independientemente de su género. Hoy, la capacidad de cuidar de las familias se encuentra supeditada a sus recursos y su situación socioeconómica, por lo cual el Estado tiene un rol fundamental en garantizar las condiciones para un cuidado de calidad.
Por otro lado, mientras que las ideas tradicionales de lo que implica la masculinidad y la feminidad van quedando obsoletas, es importante redefinir el lugar de varones y mujeres en la sociedad. La mayor participación de las mujeres en espacios previamente masculinizados debe ir acompañada por un mayor involucramiento de los varones en sectores feminizados como el cuidado, tanto en el mercado de trabajo como al interior del hogar.
Las políticas públicas deben acompañar los cambios e impulsar una sociedad más igualitaria. Esto puede traer aparejado múltiples efectos positivos. Fortalecer el rol de los padres en el cuidado y la crianza de sus hijos/as puede contribuir tanto a su bienestar como al de los/as niños/as. Además, al reducir la proporción de estas tareas que recae sobre las madres, ellas puedan contar con más tiempo disponible para dedicar a otras actividades si así lo desean. Por último, la cohesión social, entendida a partir de la fortaleza de los vínculos y la solidaridad entre miembros de una población determinada, podría verse también favorecida ante una distribución más equitativa del trabajo no remunerado.
En este sentido, los avances normativos deben ocurrir en varias dimensiones. En primer lugar, resulta imperativo avanzar en un sistema integral y federal de cuidados. Un esquema semejante debe reconocer el valor del trabajo doméstico y de cuidado; reducir su carga a través de la disponibilidad de opciones para suplir las necesidades de cuidado; redistribuirlo, tanto entre varones y mujeres como entre familias, Estado, mercado y comunidad; promover la representación de las personas que cuidan a través de colectivos de trabajadoras/es; y recompensar adecuadamente a quienes realizan estas tareas.
Para este fin, es fundamental que el sistema contenga pilares. Primero, tiempo para cuidar a través de un régimen de licencias por nacimiento o adopción universal, adaptable a las necesidades de las familias y que promueva la corresponsabilidad. Esto implica ampliar el piso de dos días que la Ley de Contrato de Trabajo otorga hoy a los padres para el cuidado de sus hijos y otorgar incentivos para que los progenitores no gestantes hagan uso de este plazo para cuidar. Segundo, las familias deben contar con recursos económicos para cuidar, los cuales pueden garantizarse a través del fortalecimiento del sistema de transferencias monetarias para los hogares con niños, niñas y adolescentes. Tercero, es necesario expandir la cobertura de espacios de crianza, enseñanza y cuidado de calidad para la primera infancia, un sector particularmente perjudicado durante las medidas de aislamiento. En el contexto actual, es importante priorizar las condiciones de funcionamiento seguro de estos espacios para promover la mayor presencialidad posible cuando las condiciones lo permitan. Así, estas políticas podrían traer aparejados retornos económicos positivos y una mayor equidad en la organización social del cuidado de manera simultánea.
En segundo lugar, se necesitan políticas y enfoques normativos que funcionen como un acelerador para el cambio cultural hacia una mayor igualdad. Las políticas de cuidado, en especial cuando incluyen incentivos explícitos para que los varones asuman un rol más activo en el cuidado y la crianza, tienen un gran potencial en este sentido. Si bien el impacto de este tipo de políticas podría medirse en un mediano plazo, en lo inmediato es relevante incorporar una perspectiva de sensibilización en el marco de las medidas de aislamiento y distanciamiento que exige la pandemia, con el fin de mitigar el incremento desproporcionado que experimentaron las mujeres en su dedicación al trabajo no remunerado. Asimismo, es momento de pensar acciones innovadoras de cambio cultural y generar evidencia sobre sus efectos, para identificar qué funciona para impulsar una mayor igualdad en la distribución del cuidado.
Dentro de este espectro de políticas, la plena implementación de la educación sexual integral es fundamental para deconstruir normas sociales que refuerzan y perpetúan las desigualdades entre varones y mujeres. Esto implica adoptar el abordaje conceptual de la ESI en la comunidad educativa, ampliar la oferta de capacitaciones, fortalecer el monitoreo y la evaluación del programa, reforzar el liderazgo de los equipos territoriales y garantizar este enfoque en la virtualidad.
Una mayor igualdad de género no solo será beneficiosa para las mujeres. La cultura patriarcal muchas veces actúa en detrimento de los propios varones y de la sociedad en su conjunto, gracias a un concepto de masculinidad plagado de mandatos que también tiene un efecto perjudicial sobre ellos. Hay señales de que esa imagen predominante del varón proveedor está cambiando, pero los desafíos todavía abundan. Por este motivo, potenciar el rol de los padres en el cuidado, la crianza y la enseñanza de sus hijos/as es un paso esencial para promover un mayor bienestar.