Hacer política requiere recursos. Hasta ahora, antes que reconocer esto y generar los incentivos institucionales para transparentar su financiamiento, hemos preferido que los vínculos entre el dinero y la política permanezcan en la oscuridad. Inevitablemente, luego de cada elección se produce un nuevo escándalo relacionado con el financiamiento de las campañas.
Una denuncia reciente señala que la nómina de aportantes a la campaña bonaerense de Cambiemos en 2017 incluye centenares de personas que no donaron. No se trata de un hecho aislado ni acotado al proceder de un partido. Es un patrón generalizado y persistente. Las rendiciones de los principales candidatos de la campaña presidencial de 2015 están desaprobadas y con suspensión cautelar de aportes públicos porque los números no cierran. Falsos aportantes, donaciones encubiertas de empresas y evidentes discrepancias entre los gastos que se declaran y las acciones que se despliegan en el territorio y en los medios de comunicación dejan entrever una realidad de la que nadie quiere hablar. El grueso del dinero que paga las campañas se maneja en efectivo y muchas veces obedece a que viene de fuentes no permitidas: recursos públicos usados con fines partidistas y de empresas (que desde la reforma electoral de 2009 no pueden donar a las campañas). Imposible descartar ninguna fuente: como el dinero se toma y se gasta en efectivo, no hay forma de trazar su origen ni su destino o de saber cuánto se recaudó y se gastó.
La ley vigente alienta esta forma de funcionar. Alianzas y partidos permanecen al margen de todas las medidas destinadas a prevenir el lavado de dinero porque, a diferencia del resto de las personas jurídicas que aceptan donaciones, pueden recibir y gastar grandes sumas en efectivo. Los controles existen pero no disuaden. Los incentivos para ser transparentes son pocos. Además, las campañas las hacen las alianzas pero las sanciones se aplican a los partidos. Los candidatos miran para otro lado porque la ley no los hace corresponsables. La ausencia de regulación en las provincias sirve de salvoconducto.
No saber de dónde viene el dinero que financia la política ni en qué se lo gasta es malo para el votante, para los partidos y para la democracia porque pone a todo el sistema bajo sospecha. La opacidad facilita la captura de la política pública por parte del poder económico, alienta la corrupción como fuente de financiamiento, genera el riesgo de atraer dinero del delito organizado y corroe la confianza ciudadana en la integridad de las instituciones y de los representantes.
Con cada escándalo las secuelas se profundizan. Por eso, es necesario detener estas conductas autodestructivas con medidas concretas, que no tienen color partidario y a las que es difícil oponerse. Exigir que los aportes se hagan por medios trazables, publicar las declaraciones de aportes y gastos en el momento en que se producen para permitir el control social durante la campaña, hacer que las provincias que celebren sus elecciones en forma simultánea a las nacionales deban someterse al régimen de financiamiento nacional. Falta un año para las primarias presidenciales de 2019. El tiempo de intervenir es ahora.