Publicado el 17 de marzo de 2025
El pasado 7 de marzo, la ciudad de Bahía Blanca vivió un evento devastador: una tormenta tan intensa que, en menos de 12 horas, descargó 290 milímetros de lluvia, casi lo mismo que cae en seis meses. Este fenómeno se asemeja a lo que en meteorología se denomina una “tormenta cada 100 años”, un evento tan extremo que, estadísticamente, tiene solo un 1% de probabilidad de ocurrir en un año determinado.
Este concepto, que ilustra la excepcionalidad de un fenómeno, se basa en el análisis de registros históricos y en cálculos probabilísticos que determinan la magnitud de eventos que, en promedio, ocurren una vez cada siglo. Pero la realidad del cambio climático está alterando estas estadísticas: por cada grado que aumenta la temperatura global, la atmósfera es capaz de contener un 7% más de agua, intensificando la frecuencia y severidad de las lluvias. En otras palabras, eventos que antes ocurrían cada 100 años pueden volverse mucho más frecuentes.
Los datos respaldan esta afirmación. Según la Tercera Comunicación Nacional de Cambio Climático de Argentina, entre 1960 y 2010, las precipitaciones extremas se duplicaron en provincias del centro y litoral del país, como Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes. Además, el informe proyecta que estas tendencias se intensificarán en las próximas décadas, afectando tanto la frecuencia como la intensidad de estos eventos extremos.
Sin embargo, las lluvias torrenciales no son la única amenaza. Las olas de calor, otra consecuencia directa del cambio climático, se han incrementado significativamente en áreas como el noreste argentino y las zonas urbanas densamente pobladas, duplicando su frecuencia en regiones cercanas a la Ciudad de Buenos Aires. Y estos fenómenos afectan principalmente a los sectores más vulnerables: aquellos que carecen de infraestructura adecuada, acceso a servicios básicos y recursos para adaptarse a condiciones extremas.
¿Estamos preparados para enfrentar esta nueva realidad climática? La respuesta, lamentablemente, es no. Aunque nuestras ciudades representan el hogar del 90% de la población urbana del país, siguen reaccionando en lugar de anticiparse. No contamos con una cultura de la emergencia sólida que nos permita prepararnos frente a nuestras principales amenazas: inundaciones y olas de calor.
Desde CIPPEC, venimos trabajando en la construcción de ciudades más resilientes que puedan prepararse para estos impactos inevitables. En nuestra publicación La gestión local del riesgo, identificamos herramientas esenciales que los gobiernos locales pueden implementar para mitigar su vulnerabilidad. Los mapas de riesgo, por ejemplo, permiten visualizar las áreas más expuestas y orientar mejor las inversiones y acciones preventivas.
Pero la planificación no puede quedarse solo en identificar riesgos. Es clave contar con planes operativos de emergencia bien diseñados que organicen la respuesta inmediata ante un desastre. Y aún más importante, debemos enfocarnos en planes de reducción de riesgos a mediano y largo plazo que ataquen las causas estructurales de nuestra vulnerabilidad.
La infraestructura tradicional —como el entubamiento del Arroyo Maldonado en Buenos Aires— ha sido útil, pero no es suficiente. Las ciudades deben ir más allá de la infraestructura gris y complementarla con soluciones basadas en la naturaleza. Incorporar infraestructura verde y azul, como parques inundables y sistemas de drenaje sostenible, es fundamental para adaptarse a un clima que cambia cada vez más rápido.
En este sentido, iniciativas como el Parque Xibi Xibi en San Salvador de Jujuy ofrecen lecciones valiosas. Aunque fue concebido principalmente como un parque público y espacio recreativo, su diseño también cumple una función esencial en la gestión del riesgo hídrico. Al integrar terrazas y sistemas de canalización controlada, contribuye a mitigar el impacto de lluvias intensas y crecidas del río que atraviesa la ciudad. No resuelve por completo el problema, pero ofrece una respuesta que combina recreación y adaptación al cambio climático.
Pero la infraestructura por sí sola no resuelve el problema. Las ciudades deben preparar también a su población, con un foco especial en los sectores más vulnerables. Iniciativas como los Comités de Emergencia Barrial en Córdoba, que capacitan a vecinos para actuar antes, durante y después de una emergencia, demuestran que la participación comunitaria es clave para enfrentar las crisis con éxito. Además, aseguran que la respuesta ante un desastre no dependa únicamente de las autoridades, sino también de la preparación y resiliencia de la propia comunidad.
Los eventos extremos como el de Bahía Blanca se volverán cada vez más frecuentes y, sin una cultura de la prevención y un enfoque centrado en las personas más expuestas, sus consecuencias serán cada vez más devastadoras.
Desde CIPPEC, insistimos en que construir ciudades resilientes requiere acciones integrales. Esto implica mejorar la infraestructura, diseñar planes de emergencia efectivos y, sobre todo, incluir a las poblaciones más vulnerables en cada paso del proceso. Aceptar esta nueva realidad y trabajar para adaptarnos es la única forma de que nuestras ciudades puedan resistir el próximo evento extremo, que, con seguridad, no tardará otros 100 años en llegar.