Publicado en noviembre de 2021
Esta semana finaliza la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP, por sus siglas en inglés), cuya vigesimosexta edición tuvo lugar en Glasgow, Escocia. Desde 1995, en esta cumbre se proponen, negocian y acuerdan esfuerzos y planes en materia climática. Luego de un 2020 sin la posibilidad de llevarla adelante debido al desarrollo de la pandemia, este año se reunieron representantes de 197 países con el propósito de discutir compromisos de reducción de gases de efecto invernadero y vías para financiar esas metas. Esto la transforma en un evento clave para el futuro de nuestro planeta y de nuestras ciudades.
Cinco años atrás se realizó en París la COP en la que 196 naciones se comprometieron, en el llamado Acuerdo de París, a limitar el calentamiento global a 1,5-2°C por debajo de niveles preindustriales. Desde entonces, los países vienen presentando compromisos de reducción de emisiones (llamados Contribuciones Nacionalmente Determinadas). No obstante, en muchas ocasiones estos compromisos no se traducen en avances concretos ya que reducir la huella de carbono no es sencillo, al mismo tiempo que afecta distintos intereses económicos. Los países que exportan combustibles fósiles o los consumen en gran cantidad son, naturalmente, más reticentes a modificar su conducta y comprometerse a modificar su matriz energética. Además, el escenario internacional no presenta una igualdad de condiciones en términos de acceso a financiamiento y capacidad de implementación, y las naciones en vías de desarrollo son las que más lo sufren. Esto hace que las negociaciones respecto de cómo implementar y financiar la acción climática avancen a un ritmo más lento del que se necesita.
La evidencia más reciente sobre la realidad climática muestra una situación crítica. En agosto pasado, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC, por sus siglas en inglés) publicó un nuevo informe que describe la realidad alarmante que atraviesa el clima global, en el que presenta una serie de escenarios futuros y detalla cuáles son sus consecuencias posibles. Estos pronósticos dependen, en gran medida, de las decisiones que se tomen y las acciones que se impulsen para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. En este contexto, recae en las ciudades un papel fundamental. Porque, a pesar de ser un fenómeno global, el cambio climático tiene enormes implicancias locales, especialmente en ellas.
Estado de alerta: ¿qué sabemos sobre el cambio climático en 2021?
Confeccionado por un cuerpo de especialistas que asesora a las Naciones Unidas sobre el fenómeno de cambio climático desde una perspectiva científica, el informe proporciona evaluaciones sobre el calentamiento global, sus impactos, riesgos futuros y opciones de adaptación y mitigación, basándose en evidencia. Fue elaborado por 234 especialistas de 66 países y es el primero de los tres informes del sexto reporte, que se terminará de publicar en 2022.
Hay, también, un resumen para decisores de políticas públicas, que en su primera sección describe el estado actual del clima y, en forma contundente, afirma que, debido a la rapidez y el alcance de los cambios, es inequívoco que la humanidad influyó en el calentamiento de la atmósfera, de los océanos y de la tierra.
Son cinco los escenarios futuros que presenta en función del nivel de emisiones en lo que resta del siglo. Parte de un parámetro de emisiones muy bajas a muy altas y, según él, proyecta cambios en la temperatura global que van de 1,5°C a 4.5°C.
Cualquiera sea el escenario considerado, los especialistas afirman que la temperatura de la Tierra seguirá aumentando al menos hasta mediados de siglo. A menos que se redoblen esfuerzos y la reducción de emisiones de GEI acelere su paso, el calentamiento global superará los 1,5°C-2°C durante el siglo XXI. Según el observatorio Climate Action Tracker, a 2021 ya llevamos un calentamiento de 1,2° y vamos camino hacia un aumento de 2,7°C a 2100.
En la tercera sección, sostienen que no hay región del planeta que esté exenta de los impactos, razón por la cual es importante que todos los países reduzcan sus emisiones y se preparen para afrontar impactos posibles.
En lo que respecta a Argentina, la NDC presentada en diciembre de 2020 es más ambiciosa que la anterior de 2016. Además, en el marco de la COP26, acaba de firmar un compromiso para frenar y revertir la deforestación. También se comprometió a reducir un 30% las emisiones de metano para 2030, en un acuerdo impulsado por Estados Unidos y la Unión Europea. La Argentina no está entre los principales emisores de GEI a nivel global, pero esto no nos exime de reducir emisiones. Más precisamente, según el World Resources Institute, Argentina se ubica en el puesto 22 entre los más contaminantes. El podio lo ocupan China, Estados Unidos e India y los siguen Rusia, Japón y Alemania.
Por más que haya países más contaminantes que otros, la realidad marca que hay ninguna región exenta de los impactos. Cuanto más aumenta el calentamiento global, cada región experimenta más cambios, simultáneos y múltiples, lo que se traduce en más impactos, más fuertes, y al mismo tiempo. Claro que los efectos serán más pronunciados a 2°C que a 1,5°C.
La cuarta sección profundiza en alternativas para limitar el cambio climático: en esencia, acelerar la descarbonización para llegar a la carbono-neutralidad. Esto implica reducir las emisiones de efecto invernadero a un nivel de equilibrio entre lo que se emite a la atmósfera y lo que se captura. Y hacerlo es indispensable, ya que el mejor de los escenarios futuros es incluso peor que la situación actual. Si bien hay cambios que hoy ya son irreversibles, algunos pueden ser mitigados o incluso revertidos. La invitación es a actuar hoy haciendo foco en las ciudades.
Por qué actuar hoy en las ciudades
Las ciudades son responsables de una gran parte de los gases de efecto invernadero que se liberan a la atmósfera. Vivir en ellas implica el consumo de mucha energía, que proviene, en mayor medida, de combustibles fósiles (carbón, gas y petróleo). El transporte, la refrigeración y calefacción de edificios y el funcionamiento de las industrias son los principales responsables de las emisiones ya que consumen cerca del 70% de la energía global, y al hacerlo, liberan gases a la atmósfera, que provocan mayor retención de la radiación solar y, por tanto, mayor temperatura. El nivel de consumo de energía y de emisiones depende de la forma en que crecen las ciudades. En función de su densidad, conectividad, accesibilidad y combinación de usos del suelo y de cómo se combinan estos factores, las ciudades demandan más o menos energía y generan una mayor o menor huella de carbono.
La evidencia indica que las ciudades son responsables de hasta el 75% de las emisiones de dióxido de carbono derivadas del uso final de la energía. Aún hoy, el 84% de la energía a nivel mundial proviene de combustibles fósiles. Para avanzar en la carbono neutralidad es necesario impulsar una rápida transición a fuentes de energía renovables. Complementariamente, es necesario mejorar la densidad urbana y trabajar sobre los otros factores que afectan al consumo energético. Contar con un inventario de gases de efecto invernadero y con un plan de acción climática es el primer paso, y sin embargo, en muchas ciudades es aún una asignatura pendiente. Sin estos insumos básicos, las ciudades estarán en una muy mala posición de cara a mitigar el cambio climático y afrontar sus consecuencias.
Los impactos que las ciudades experimentan, y verán incrementados a futuro, son más calor, más lluvias de mayor intensidad y, por ende, un peor escenario en cuanto a inundaciones. El informe asegura: “Las ciudades intensifican el calentamiento inducido por el hombre a nivel local, y una mayor urbanización junto con una mayor frecuencia de calor extremo aumentará la gravedad de las olas de calor”. El calor mata más gente que las inundaciones y los terremotos juntos. El pronóstico es que la ocurrencia de olas de calor aumente entre 8 y 39 veces. Claro está, todos estos eventos generan pérdidas económicas, pérdida de bienestar social y, en ocasiones, de vidas humanas.
Reducir el impacto del calentamiento global en las ciudades: hacia una mayor resiliencia urbana
Una ciudad resiliente es aquella que tiene la capacidad de sobrevivir, adaptarse y crecer, independientemente de las presiones que deba soportar. Es decir, que tiene las herramientas y habilidades para sobreponerse a las adversidades que afronte. Presiones que pueden ir desde shocks agudos, como es el caso de las inundaciones o una ola de calor, hasta tensiones crónicas propias de una infraestructura deficiente o de elevada informalidad que, a su vez, pueden traducirse luego en shocks agudos y puntuales.
Hay una gran variedad de opciones a la hora de fortalecer la resiliencia urbana. El primer paso es entender cuáles son las amenazas latentes y qué tan vulnerable es la ciudad ante estas. Este mapeo permite conocer el riesgo al que estamos expuestos y a partir de allí diseñar un plan de reducción del riesgo, que fortalezca la resiliencia y nos prepare mejor.
Otra acción se destaca por su combinación de costo de efectividad y alta adaptación de cara a los impactos crecientes: la infraestructura verde. Según el Instituto del Paisaje de Reino Unido, es una “red de elementos naturales y seminaturales, espacios verdes, ríos y lagos que intercalan y conectan pueblos y ciudades. Cuando estos elementos se planifican, diseñan y gestionan adecuadamente, tienen el potencial de ofrecer una amplia gama de beneficios”. Este concepto, relativamente nuevo, aporta novedades y un avance respecto al término ‘espacios verdes’. Por un lado, al partir de la concepción de una red o conjunto de elementos naturales (vegetación y cursos o cuerpos de agua) en términos de infraestructura, la propuesta es mirar a los diferentes elementos como componentes de un todo y no como elementos o espacios separados o inconexos entre sí.
En segundo lugar, el desarrollo de este tipo de infraestructura ofrece beneficios como el aporte de sombra y la reducción de la temperatura ambiente, lo que a su vez reduce la demanda energética. Además, permite absorber sonido ambiental, capturar carbono y colaborar en la retención del suelo y agua, lo que contrarresta su erosión y colabora en la mitigación de las inundaciones gracias a la retención del agua de lluvia.
Desde una óptica más general, el diseño de los elementos que hacen a esta red evita la fragmentación territorial a nivel ecológico, promueve la restauración ambiental y, sobre todo, mejora la calidad de vida de las personas. Son activos clave, particularmente en áreas con asentamientos informales, ya que estas poseen una superficie de espacio público verde muy por debajo de la recomendada.
Afrontar el panorama que presenta la realidad climática no es una tarea sencilla y, con certeza, no se resuelve en el corto plazo. A esto se agrega que muchos gobiernos locales no cuentan con el conocimiento o los recursos para hacerlo. No obstante, implementar iniciativas que promuevan el cuidado del ambiente y fortalezcan la resiliencia urbana es una asignatura ineludible. Los planes de infraestructura verde, de resiliencia urbana, de gestión integral del riesgo, de espacio público son algunas de las herramientas con las que contamos. Así como es un llamado de atención que no permite más demoras, la crisis climática también es una oportunidad para promover una transición productiva, energética y ambiental que sea sinónimo de una mejor calidad de vida para quienes viven en las ciudades.