Publicado en septiembre del 2020
En las últimas semanas, la educación trepó posiciones en la agenda pública, y la discusión acerca de las estrategias para reabrir las escuelas estuvieron en el centro de la escena. La producción local de una vacuna contra el coronavirus es una excelente noticia que aporta nueva información: un regreso masivo a las aulas no parece viable hasta, por lo menos, abril del año próximo.
Sabemos que en la etapa de educación en aislamiento, las posibilidades de continuidad pedagógica y el sostenimiento del vínculo entre docentes y estudiantes dependen, como nunca, de las condiciones y recursos con los que cuentan los estudiantes en sus hogares. Hoy hay quienes llevan más de 5 meses sin relación o con una relación débil con la escuela. La Encuesta Nacional de Continuidad Pedagógica realizada por el Ministerio de Educación de la Nación arroja que el 10% de los estudiantes tuvo contacto con la escuela dos o tres veces por mes o no tuvo contacto. La certeza de que la nueva presencialidad deberá esperar, por lo pronto, al año próximo indica que puede haber estudiantes que pasen un ciclo lectivo entero sin tener prácticamente contacto con la escuela.
Esta pérdida del vínculo con la escuela en un escenario de retracción económica tiene consecuencias en el corto y en el largo plazo, sobre todo en estudiantes de sectores más vulnerables. En lo inmediato, es probable que adolescentes hayan sustituido las tareas escolares por tareas de cuidado o actividades para la generación de ingresos en sus hogares. Por otra parte, de acuerdo a proyecciones de organismos de las Naciones Unidas, menores de los hogares más pobres tienen cinco veces más probabilidades de abandonar ante interrupciones prolongadas de la escolaridad que quienes habitan en hogares más ricos. Está claro que no todos los estudiantes van a volver y la mayoría de quienes no van a volver son para quienes la escuela hace mayor diferencia.
Existe también evidencia que sugiere el impacto desigual que el cierre prolongado de las escuelas tiene en los aprendizajes. Un terremoto en Pakistán en 2005 dejó escuelas cerradas por 14 semanas. 4 años más tarde, los estudiantes afectados tenían peor desempeño escolar, a excepción de aquellos que tenían madres con un nivel educativo relativamente alto. Proyecciones realizadas en Chile estiman que un escenario de 10 meses de suspensión de clases presenciales – un ciclo lectivo completo – podría significar una caída del 95% de los aprendizajes esperados para un año para estudiantes del quintil más pobre, frente a una caída del 64% entre los más ricos. En suma, un escenario de suspensión extendida de clases presenciales profundiza las desigualdades, con algunos efectos que podemos ver hoy y otros que tardarán en ser evidentes.
Planificar cómo pasar de una etapa de educación en aislamiento a una de educación con distancia social es urgente. En un contexto atravesado por la incertidumbre, contar con la certeza de que en 2020 no será posible habitar las escuelas como solíamos hacerlo antes, constituye un insumo para la planificación. La experiencia de países del Hemisferio Norte y de Uruguay brindan algunas pistas sobre las características de una etapa de educación con distancia social: está marcada por la gradualidad del retorno a las aulas, las medidas de distanciamiento, la alternancia en la asistencia a la escuela y la intermitencia en los procesos de reapertura.
En la Argentina, los gobiernos provinciales enfrentan el desafío de planificar el retorno a las aulas. 4 de 24 provincias (Jujuy, Catamarca, San Juan y Formosa) iniciaron el proceso en zonas rurales y de manera optativa, y 2 de ellas tuvieron que suspender las medidas debido a cambios en la situación epidemiológica.
Un plan de reapertura de clases debería apoyarse en -al menos- 5 pilares.
Espacios seguros
Los planes deben comenzar en aquellas áreas en las cuales no hay circulación del virus, contemplando la diversidad de escenarios en un mismo territorio. Y allí donde la situación lo permita, la actividad en las escuelas debe contemplar medidas de distanciamiento social y de seguridad y estar equipadas con elementos de higiene.
Justicia educativa
Con la presencialidad, el Estado recupera una herramienta clave para mitigar las desigualdades que la pandemia profundiza. En tanto bien público escaso, la presencialidad debe distribuirse con un criterio de justicia que priorice a los estudiantes que más lo necesitan, a quienes han estado desconectados y desprotegidos en tiempos de aislamiento. Para ellos, la presencialidad tiene un sentido muy específico y es evidente que esa trama de vínculos y experiencia cotidiana en el espacio escolar no puede recrearse con la presencialidad suspendida.
Flexibilidad
A su vez, un plan de reapertura de escuelas debe integrar como componente propio de su planificación los protocolos de intervención ante casos de contagio y cierre de un establecimiento. De esta manera, se favorecen las posibilidades de cortar la transmisión del virus.
Creatividad
Para volver a las aulas es necesario ensayar soluciones creativas en relación al uso de los espacios y el tiempo escolar. Hay que aprovechar todos los ámbitos a disposición para enseñar y aprender, dentro y fuera de la escuela (patios, pasillos, clubes, bibliotecas, parques). Flexibilizar los tiempos escolares permite multiplicarlos (a través de la creación de nuevos turnos) y desconcentrar alumnos, eliminando las horas pico.
Confianza
Cualquier estrategia de reapertura de escuelas se beneficiaría de la construcción de vínculos de confianza entre autoridades, docentes, familias, alumnos y alumnas. La participación de la comunidad educativa en espacios de diálogo y definición de los planes es clave para favorecer la asistencia y el cumplimiento de los protocolos ante eventuales complicaciones.