Hoy, Argentina -al igual que muchos otros países de la región- se encuentra en una fase intermedia del proceso demográfico conocida como “bono demográfico”. Esta fase se caracteriza por una baja tasa de dependencia: hay proporcionalmente más personas en edad activa que en edades dependientes (niños/as y adultos mayores). Concretamente, mientras la población total del país aumentó 17% entre 2001 y 2015, el grupo de 0 a 4 años creció apenas 5%.
Son buenas noticias: las condiciones de vida mejoraron y hay un incremento en el control reproductivo de las mujeres. Sin embargo, el fin del bono demográfico traerá consigo una serie de desafíos. Esto se debe a que dentro de 25 años, Argentina será una sociedad envejecida y las tasas de dependencia serán altas. En otras palabras, habrá una mayor proporción de adultos mayores por el aumento de la longevidad y una baja tasa de fecundidad. El impacto de esta situación (en términos de la carga al Sistema Previsional, pero también producto de la menor participación laboral) es enorme.
¿En qué situación estará Argentina llegado el momento de afrontar esa tercera etapa de la transición demográfica? Depende de si y cómo se logra aprovechar el bono demográfico. Para ello, los esfuerzos del Estado deben centrarse en tres objetivos: alcanzar una tasa de fecundidad en torno al nivel de reemplazo y convergente entre sectores socio-económicos; lograr altas tasas de empleo femenino en todos los estratos sociales; y reducir la pobreza infantil, priorizando a los niños como la categoría de población a proteger (Filgueira, 2011; Filgueira, 2015).
En la Argentina de 2018, 25 años antes de la llegada del fin del bono demográfico, una de cada cuatro personas vive en situación de pobreza. Pero esa proporción crece a 40% si se trata de niños, niñas o adolescentes. Hoy en día, formar una familia aumenta las probabilidades de caer bajo la línea de pobreza y la decisión de tener hijos se gestiona según las posibilidades y redes que tenga cada familia.
La tensión que enfrentan hoy las familias para conciliar la reproducción –tener o no hijos- con el trabajo productivo –disponer de los recursos para vivir- recae predominantemente sobre hombros femeninos. La incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral y los cambios en la composición de los hogares no fueron acompañados por transformaciones significativas en la participación de los varones en las tareas domésticas y de cuidado: por día, las mujeres dedican casi el doble de horas (6,4) que los varones (3,4) a estas tareas. Esto afecta la participación laboral de las mujeres y también limita las posibilidades para el desarrollo infantil.
Para superar el desafío del fin del bono demográfico existen tres estrategias que dependen de incrementar el rol del Estado en las tareas de cuidado para liberar parte del peso que llevan las familias.
La primera estrategia se centra expandir los espacios de crianza, enseñanza y cuidado (CEC) en tanto solo tres de cada diez niños/as asiste a algún tipo de espacio para la primera infancia. Además, el acceso es regresivo socio-económicamente y geográficamente: las familias de mayores recursos tienen acceso privilegiado a estos espacios que pueden contribuir al desarrollo infantil y a mejorar la participación laboral de las mujeres.
La segunda estrategia consiste en brindar más tiempo a las familias para que puedan cuidar. Esto implica repensar el régimen de licencias por maternidad, paternidad y familiares. Solamente la mitad de los/as trabajadores que son padres o madres acceden a algún tipo de licencia. Los que pueden tomarse licencia, lo hacen en el marco de un régimen que reproduce la asignación cultural de roles por género (con una licencia por maternidad mucho más larga que la de paternidad), que fue pensado con un esquema de familia nuclear –madre, padre e hijo/a- que hoy es minoritario y no contempla casos de adopción.
La tercera estrategia reside en apoyar a las familias monetariamente para que todas aquellas que lo deseen puedan mercantilizar el cuidado, mediante la contratación de servicios o personas que puedan suplir estos roles. Tres de cada cuatro familias en Argentina recibe algún tipo de transferencia por parte del Estado a través de tres canales: las Asignaciones Familiares contributivas (para los hijos/as de trabajadores formales hasta determinado nivel de ingresos), la Asignación Universal por Hijo / AUH (para los hijos/as de trabajadores informales o desempleados) y, una transferencia tácita, a través de la deducción del impuesto a las ganancias (para los trabajadores formales de mayores ingresos). Este esquema es, por una parte, regresivo en tanto cubre más a las familias del 20% más rico que del 20% más pobre. Por otra parte es inequitativo en la medida que una familia que deduce ganancias puede recibir un monto mucho mayor que quien cobra AUH con menos requisitos.
Estas tres estrategias resultan de la convergencia de dos agendas que son clave para el desarrollo del país: la priorización de la primera infancia y la equidad de género. El 2018 presenta una ventana de oportunidad clave, tanto en lo internacional como en lo doméstico, para avanzar con esta agenda que se centra en contribuir al goce de los derechos de las mujeres y los niños/as. Si bien la expansión de los espacios CEC, la ampliación de las licencias y de las transferencias pueden parecer propuestas costosas y complejas, son de las mejores inversiones que el país puede realizar para garantizar una mayor equidad. Se trata, en última instancia, de una de las principales estrategias que contribuyen a garantizar un mejor futuro para el país.