Los jóvenes representan casi un cuarto de la población en Argentina (Censo, 2010) y constituyen un grupo etario de particular importancia para el desarrollo del país. La juventud es un periodo central en el desarrollo de las personas y de las sociedades, ya que es cuando se construyen las oportunidades de acumulación de recursos vía estudio o trabajo, ámbitos centrales para la inclusión social.
En su tránsito a la vida adulta, los jóvenes toman ciertas decisiones y experimentan desafíos particulares, que ameritan un Estado atento para acompañarlos con políticas que faciliten su transición a la vida adulta. Esto determinará en buena medida el desarrollo de sus capacidades y, por lo tanto, será decisivo para el desarrollo social y económico de la futura Argentina.
Desde la sociología de las transiciones, el período que va desde los 15 a los 29 años es crítico en la vida de una persona, en la medida en que es durante estos años que se toman decisiones fundamentales que afectarán su bienestar presente y futuro y determinarán en gran parte las posibilidades de inclusión en la sociedad. Se identifican cuatro hitos fundamentales que se entrelazan para generar trayectorias diferenciales: la terminalidad educativa; la inserción en el primer empleo; la tenencia del primer hijo; y la conformación del hogar propio. La calidad, temporalidad y secuencia de estos eventos tiene un enorme impacto en la probabilidad de emprender trayectorias inclusivas por parte de los jóvenes en la sociedad.
Cuando los jóvenes adelantan la tenencia del primer hijo, sin haber completado previamente otros pasos en su proceso de transición, como la finalización de la educación media y el ingreso al mercado de trabajo, aquel hecho los expone a situaciones de mayor vulnerabilidad. Esta vulnerabilidad se acentúa frente a la debilidad de políticas públicas que contribuyan a alivianar la función de “cuidado” que las familias tienen que cumplir. Dentro de estas políticas existen las que brindan apoyo a las familias a través de “tiempo” (régimen de licencias), “transferencias económicas” (estipendio para la contratación de servicios de cuidado) y servicios de cuidado (centros de cuidado infantil, jardines de infantes). El cuidado de la población dependiente y –sobre todo- de la primera infancia ha estado tradicionalmente a cargo de las familias, con poca o débil presencia estatal que permita alivianar los costos, en términos de tiempo y dinero, que esta responsabilidad conlleva.
La ausencia de políticas que permitan una desfamiliarización del cuidado repercute en el peso de la familia de origen en las posibilidades de resolverlo. Así, las familias de jóvenes de altos ingresos podrán contratar servicios especializados o ayuda doméstica para el cuidado, mientras las de bajos ingresos deberán “adaptarse” a esta situación, a través de estrategias que, en general, vuelve a posicionarlos en un sendero de exclusión: o bien retiran a la mujer de la educación formal, postergan el ingreso al mercado laboral, o apresuran la inserción del varón en el empleo en condiciones de desprotección social y vulnerabilidad.