Los esfuerzos de innovación en la gestión pública deben enfocarse en reactivar y potenciar el papel de los gobiernos y las administraciones públicas en los nuevos escenarios que impone el siglo XXI, especialmente en relación a las tecnologías de la información y la comunicación.
En el año 2000, solo el 5% de la población mundial era usuaria de internet. Quince años después, esa cifra creció hasta llegar al orden del 55% y las subscripciones a telefonía móvil alcanzaron cifras similares a las de la población mundial: llegaron a 6,8 mil millones (International Telecommunication Union, 2015). Las nuevas formas de interacción entre los ciudadanos, usuarios y consumidores con las administraciones de los diferentes niveles de gobierno están atravesadas por estos cambios y se transformaron en este contexto.
Incorporar el uso de las TIC en forma sistemática dentro de las administraciones públicas permite multiplicar los canales de contacto disponibles con la ciudadanía. De esta forma las organizaciones estatales se aproximan un poco más a los modelos de gobierno electrónico y gobierno abierto que buscan facilitar el acceso a la información y ofrecer a los ciudadanos formas innovadoras de participar. Algunos gobiernos de la región –incluyendo Argentina-, están incorporando el uso de medios electrónicos y digitales para proveer bienes y servicios en línea. Esto incluye el pago de impuestos, la obtención de turnos (para renovar una licencia, asistir a un hospital), la obtención de habilitaciones comerciales, la reducción en tiempos de espera, entre otros.
Lejos de ser un proceso simple y homogéneo, adoptar nuevas tecnologías de gestión en las burocracias estatales comprende a una multiplicidad de variables que exceden la cuestión de la infraestructura tecnológica: involucra factores de índole social, cultural y política.
La incorporación masiva y el uso intensivo de TIC dentro de las organizaciones estatales es una condición necesaria para potenciar la innovación en políticas públicas. Sin embargo, es insuficiente si se carece de la direccionalidad estratégica provista y articulada por directivos públicos idóneos y profesionales, cuya incidencia es crítica. El rol que han cumplido las burocracias profesionales ha sido fundamental para la implementación exitosa de este tipo de herramientas.
Ahora bien, ¿cuán preparadas y formadas se encuentran las burocracias públicas de nuestro país para afrontar de manera exitosa los nuevos desafíos que vienen de la mano de estos cambios?
Para configurar un Estado dinámico y flexible con un diseño organizacional que se oriente no solo a cumplir con los procedimientos sino también a obtener mayores y mejores resultados, es indispensable contar con una política de gestión integral de los recursos humanos. Esta debe contemplar de manera consistente los formatos de reclutamiento, capacitación y remuneración tanto de los burócratas como de los directivos públicos de carrera. Los empleados públicos, con sus saberes y habilidades, no solo constituyen la memoria institucional de las burocracias estatales sino que también son un factor decisivo para la continuidad y la mejora de aquellas políticas públicas que impactan en la calidad de vida de todos los habitantes.
¿Cómo podemos avanzar en esta dirección? ¿Qué tenemos que hacer para repensar el rol del empleo público y la función de los directivos públicos en forma estratégica? Dos elementos son claves en este sentido: el reordenamiento de las normas que organizan el trabajo estatal y la profesionalización de las burocracias estatales.
En cuanto a lo primero, es primordial consolidar en forma coherente y sistematizada el voluminoso y heterogéneo sistema de “reglas de juego” que orientan la gestión de los servidores públicos en los diferentes organismos estatales. Hoy coexisten más de 50 regímenes laborales diferentes solo para el sector público nacional. Estos regulan de manera específica los criterios de ingreso, carrera y compensaciones en los 22 ministerios, los 82 organismos descentralizados, las 56 empresas públicas y las 61 Universidades que involucran a más de 270.000 profesionales y trabajadores estatales.
Homogeneizar las normas que rigen el empleo público supone concebir una gestión integral de los recursos humanos, enfocada en su calidad. Un régimen de empleo público nacional con un sistema de reglas ordenado y coherente será un buen faro para orientar las reformas posteriores en las 24 administraciones provinciales y los más de 2250 municipios y gobiernos locales. Desde esta perspectiva, también se modifica el eje de una discusión de larga data: no solo es necesario preocuparse por cuántos sino también por quiénes ingresan y cómo desarrollan sus tareas dentro del Estado.
En segundo lugar, las modalidades de reclutamiento y ascenso de los trabajadores estatales no responden hoy a criterios de mérito y calificación profesional, debido a la virtual inexistencia de concursos de selección. Esto es especialmente relevante en relación a los directivos públicos, es decir, aquellos funcionarios de carrera que operan como “vasos comunicantes” entre las autoridades políticas y la burocracia.
La importancia de los directivos es crítica en tanto cumplen funciones clave como el asesoramiento en la formulación de políticas públicas y de entrega de servicios al conjunto de funcionarios de primera línea: los ministros y secretarios de Estado. En definitiva, son los responsables de gestionar estratégica y operativamente una organización estatal.
En la actualidad el 99% de los más de 3200 directivos públicos regulados por el sistema nacional de empleo público – coordinadores, directores generales y nacionales – se encuentran designados bajo la modalidad de “asignación transitoria de funciones superiores”. Este formato permite exceptuar los procesos de concurso y los requisitos mínimos exigidos por la norma para el acceso a estos cargos jerárquicos. Predominan de manera excluyente los criterios de discrecionalidad.
Esta modalidad de designación es un instrumento legal para dotar a los ministros y secretarios de mayor flexibilidad y control sobre los agentes estatales con funciones ejecutivas. De todos modos, su uso intensivo desde principios del año 2002 hasta la actualidad ha derivado en la construcción de un espacio directivo donde el perfil de los funcionarios públicos se define exclusivamente en función de las prioridades de la autoridad política de turno. Con frecuencia, estas están fuertemente influenciadas por la coyuntura y objetivos de corto plazo.
Desde el retorno a la democracia, el caso argentino evidencia la alternancia de iniciativas de reforma que han buscado instalar modelos de Alta Dirección Pública con distintos énfasis. A diferencia de otras experiencias más recientes en la región, como las de Chile y Perú, en nuestro país los diferentes impulsos de reforma han quedado debilitados, inconclusos o detenidos en el tiempo más allá de contar con diseños innovadores y precursores para la época. Tal es el caso del Sistema Nacional de Profesionalización Administrativa (SINAPA) o del Cuerpo de Administradores Gubernamentales (AG).
Promover el desarrollo del capital gerencial público profesional e idóneo desde una perspectiva integral para fortalecer las capacidades estatales exige -de manera indefectible- institucionalizar en forma progresiva el espacio directivo. Esto solo será viable si se generan apoyos y acuerdos entre los principales actores gremiales y políticos involucrados, y se atiende el ciclo gerencial de manera completa e integral. Por ello, también será necesario reducir los tiempos de los procesos de formación y rediseñar los formatos de capacitación, incorporando además incentivos simbólicos como parte de una estrategia de política remunerativa especial.
El desafío para la Argentina hoy es lograr un Estado que ofrezca bienes y servicios públicos esenciales de calidad que permiten satisfacer las necesidades cada vez más heterogéneas de la población, de una manera equitativa y eficaz. Para ello, las administraciones públicas diseñadas sobre la base de burocracias profesionales y directivos públicos idóneos, cumplen un rol estratégico. Repensar la forma en que se organizan y forman los recursos humanos, y en particular cómo se delimita y configura el espacio directivo, es la llave a las políticas públicas de calidad.