Exportar para crecer
En Argentina el crecimiento de las exportaciones tiende a ser bajo en relación al de las importaciones y, consecuentemente, el flujo neto de divisas es insuficiente. El crecimiento se interrumpe porque faltan dólares.
En Argentina el crecimiento de las exportaciones tiende a ser bajo en relación al de las importaciones y, consecuentemente, el flujo neto de divisas es insuficiente. El crecimiento se interrumpe porque faltan dólares.
Desde que el mundo dio a luz a un nuevo orden a mediados de la década de 1940, Argentina logró crecer por más de cinco años consecutivos sólo en dos ocasiones: entre 1964 y 1974, y entre 2003 y 2008. Desde aquel entonces hasta hoy, el país atravesó 16 episodios recesivos que suman un total de 25 años de contracción de la actividad: hubo una recesión cada tres años. No es razonable atribuir un momento específico al comienzo del declive, pero sí es claro que Argentina lleva décadas retenida en una trampa de crecimiento interrumpido.
Exceptuando la de 1978, las interrupciones del crecimiento se debieron a problemas de balanza de pagos. En castellano, a falta de dólares. Por lo general, cuando la economía argentina se expande, las importaciones crecen más que las exportaciones y esto provoca un déficit de cuenta corriente que se financia transitoriamente usando reservas del Banco Central, imponiendo controles cambiarios (cepo) o tomando deuda externa. Cuando el financiamiento o las reservas se agotan, la moneda se deprecia. Sigue una aceleración inflacionaria, caída del poder de compra de los salarios y, en consecuencia, una contracción del gasto privado, el nivel de actividad y el empleo. Los dos episodios de crecimiento sostenido —el de 1964-74 y el de 2003-08— se dieron, en cambio, con superávit de cuenta corriente o déficits muy pequeños. Había dólares.
Un déficit de cuenta corriente significa que el sector público y el privado gastan más de lo que se produce internamente. Una particularidad de Argentina es que el déficit de cuenta corriente ha estado siempre acompañado de déficit fiscal. Como el déficit fiscal es un exceso del gasto sobre el ingreso del sector público, una visión muy difundida atribuye la responsabilidad de los problemas de balance de pagos a la indisciplina fiscal. Pero hay una explicación más general posible: la sociedad tiende a exigir más de lo que la economía puede dar. Así, la indisciplina fiscal es el emergente de gobiernos de cualquier signo político que —presionados por la demanda social y en busca de objetivos políticos de corto plazo— amplían la oferta de servicios públicos y protección social por encima de sus medios.
El déficit fiscal no es la única expresión del desequilibrio, ni la más relevante. Un desequilibrio de balanza de pagos puede darse aún con disciplina fiscal. Muchas veces, el déficit de cuenta corriente es impulsado por el comportamiento del sector privado, por ejemplo, cuando el tipo de cambio se usa para bajar o mantener baja la inflación y los salarios reales crecen por encima de la productividad laboral. El resultado es un atraso cambiario que, por un lado, eleva el poder de compra y estimula el gasto privado y, por el otro, reduce la rentabilidad y desincentiva la producción de bienes y servicios transables. Los viajes al extranjero y el ahogo de las economías regionales son característicos de estos episodios y hacen escasear los dólares independientemente de la evolución de las cuentas públicas.
Una estrategia de desarrollo económico exitosa debe procurar dos grandes líneas de acción. Una es promover la expansión sostenida de las actividades transables que generan divisas vía exportaciones y/o sustitución de importaciones. La otra es diseñar mecanismos de gestión del gasto agregado que eviten desbordes fiscales y de cuenta corriente, atendiendo a las urgencias de los sectores más vulnerables y las demandas de servicios públicos necesarios para mantener una sociedad cohesionada.
La política productiva y la promoción de las exportaciones son elementos clave para la primera línea de acción. Una agencia que se encargue de la planificación del desarrollo y la articulación de las distintas políticas del estado dedicadas a potenciar las actividades transables y las exportaciones puede cumplir un rol sumamente importante. La planificación y promoción del desarrollo productivo debe convertirse en el centro de gravedad y norte de la política pública.
La política macroeconómica tiene también un rol importante en esta agenda. Más allá de sus objetivos convencionales de estabilidad de precios y solvencia fiscal, su contribución podría extenderse a la gestión del gasto agregado, implementándose una regla fiscal contra-cíclica como las que se emplean en otros países de la región. Este tipo de reglas establece pautas para que el gasto público se expanda cuando el privado es débil y que se reduzca o modere cuando el privado es pujante. Al nadar contra la corriente, la regla reduce la volatilidad de la economía y garantiza la solvencia fiscal, pero además contiene los desbordes que presionan sobre la cuenta corriente en tiempos de bonanza.
La política monetaria, por su parte, podría contribuir más allá de su mandato convencional de inflación baja: un tipo de cambio real competitivo y estable favorecería la expansión de las actividades transables y estimularía el ahorro privado, evitando la falta de dólares mientras la economía crece. Si bien existen muchos factores que influyen sobre la determinación del tipo de cambio real que escapan a la política monetaria, el Banco Central puede incidir sobre su nivel dentro de ciertos márgenes relevantes. Otros instrumentos, como la política fiscal, de ingresos y de regulación de la cuenta capital, deberían sumarse a la persecución de este objetivo.
La agenda para escapar de la trampa del crecimiento interrumpido requiere una compleja ingeniería de consensos y políticas públicas. Es indispensable y urgente que pongamos manos a la obra.